Necesariamente hablamos mucho en estos tristes días sobre la
violencia. Demasiado enfocados en las consecuencias a veces se nos olvida
analizar los contextos, los orígenes. Nada justifica la violencia y menos aún
la indiscriminada terrorista, pero reflexionar sobre las consecuencias, a veces
muy lejanas en el tiempo y el espacio, que tienen las decisiones tomadas por
unos sobre actos futuros de violencia de otros, actos, repito, injustificados
desde cualquier punto de vista, nunca está de más. Auqnue sólo sea para
escarmentar y no volver a errar en los tiempos venideros tomando decisiones
insensatas.
Por alejarnos un poco del foco de debate de estos días,
Siria, querría recordar lo que Philip Zimbardo señala en su “El efecto lucifer.
El porqué de la maldad”, (que junto al excepcional libro “El mal o el drama de
la libertad” de Rüdiger Safranski son referentes indispensables para el tema de
la violencia).
En relación con el espantoso holocausto de Ruanda, según
Zimbardo “A principios del siglo XX el poder colonial belga y germánico
estableció una distinción racial (entiéndase étnica, nota de jaime alejandre)
arbitraria para diferenciar a dos pueblos que llevaban siglos casándose entre
sí, que hablaban la misma lengua y que compartían la misma religión. Obligaron
a todos los ruandeses a llevar encima un documento de identidad en el que
constara si pertenecían a la mayoría hutu o a la minoría tutsi, y reservaron
para los tutsis el acceso a la enseñanza superior y los cargos de la
administración…”.
El resto, años después lo sabemos bien: según la ONU fueron
asesinados más de 800.000 ruandeses y violadas p
or lo menos 200.000 ruandesas,
haciendo de esta matanza la más atroz de la historia conocida. Pero el origen de
que unos fueran víctimas y otros victimarios pareciera estar en aquel momento
en que algunos interesadamente quisieron establecer diferencias donde no las
había, introducir de vesánica manera los vocablos “ellos” y “nosotros”. Por no
hablar de las artificiales fronteras que la Conferencia de Berlín se inventó en
1884 sin tener en cuenta la historia ni los pueblos a los que impuso una vez
más la división entre el ellos y el nosotros.
Pero yo me niego a desesperar y aún creo en la fuerza del
ser humano para hacer el bien y en que todo puede cambiar a mejor. Y pido, como
Manuel Azaña: “Paz para vivir, piedad para olvidar y perdón para recordarlo
todo sin dañar ni dañarnos. Y alcanzar, con más letras que armas, el noble y
nada fácil oficio de ir tirando con libertad y justicia”.
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