You can fool all the people some of the time, and some of the people all the time,
but you cannot fool all the people all the time.
(Abraham Lincoln)

lunes, 27 de marzo de 2023

En todo hay poesía. No todo es poesía


En todo hay poesía. Pero no, no todo es poesía.

Para encontrar la poesía inadvertida que pueda albergar cualquier cosa, hay que tener talento o sensibilidad. O, mejor, ambas cosas. Y este texto de la foto no, no es una poesía.

Teresita Fernández, poeta cubana, escribió una canción sobre una palangana vieja, sobre una botella rota. En sus versos sí había poesía. Pero en este "texto" de William González no, no hay poesía. Por no haber, ni siquiera hay literatura. ¿Redacción escolar? ¿Diario adolescente? Pues eso tal vez. Además de su poco de engreimiento de quien habla de tú a Rubén Darío sin despeinarse.

Y, hablando de "tal vez", tal vez en su premiado libro haya poemas de verdad, mejores o peores, pero auténticos poemas. No lo sé (hago mea culpa, no he leído el libro entero), aunque si alguien ha elegido de muestra justo este botón, mi esperanza, digamos, que se arruga. Cierto es, yo ya estoy algo viejo y me arrugo por casi todo.

Pero lo leeré, porque si es un libro homenaje a los migrantes, como asegura el anuncio, yo me digo: ¡albricias!, seguro que tendrá entonces algún verso que se acerque sin titubeos al poema "Peregrino", de Luis Cernuda, dado que ha ganado el premio Hiperion, y no las justas poéticas de Villamerite del Páramo. Deseando estoy leer todo el libro y encontrar algo como aquel "¿Volver?, vuelva el que tenga...", escrito por un Poeta con toda su mayúscula, migrante hasta el tuétano, expulsado de su patria por una guerra incivil cainita y vengativa.

En fin, en realidad, lo que siente mi corazón contrito con este enésimo ejemplo de la lírica contemporánea, del canon poético triunfante, es que me queda definitivamente confirmado: esta poesía ha tocado fondo, yace en el estercolero de la estupidez complaciente y la rampante mediocridad. Sólo en el planeta "Todo Vale" de esta galaxia, a esto lo llamarían un poema.

De modo que si ahora resulta que habitamos ese planeta, yo me exilio sin pena ni deseo alguno de regreso, ya digo, murmurándome las palabras de Cernuda: 

¿Volver? Vuelva el que tenga,

tras largos años, tras un largo viaje,

cansancio del camino y la codicia

de su tierra, su casa, sus amigos,

del amor que al regreso fiel le espere. 


Mas, ¿tú? ¿Volver? Regresar no piensas,

sino seguir libre adelante,

disponible por siempre, mozo o viejo,

sin hijo que te busque, como a Ulises,

sin Ítaca que aguarde y sin Penélope. 


Sigue, sigue adelante y no regreses,

fiel hasta el fin del camino y tu vida,

No eches de menos un destino más fácil,

tus pies sobre la tierra antes no hollada,

tus ojos frente a lo antes nunca visto.

viernes, 16 de diciembre de 2022

Usar y tirar


Esta nueva inútil reflexión de las mías, me viene hoy al enterarme de que a un buen amigo su novia, después de un par de años de relación, le ha dejado mandándole un guasap. Llevaban unas semanas separados porque él se había adelantado a ella yendo a vivir a otro país. Y ella se había quedado en el suyo, muy cercano, esperando el pronto momento de mudarse. Al parecer las incomodidades han pesado más que otra cosa. Incomodidades, digo, ni siquiera dificultades. Qué pereza se debió decir la muchacha, con la cantidad de oferta que en el mundo hay, perder más días de mi preciada indispensable existencia. Que te den. A por otro.

Pero esto, que no deja de ser una triste peripecia individual, tiene para mí unas connotaciones que señalan el signo de los tiempos.

Los tiempos de la (in)cultura del usar y tirar (más bien del “estrenar” y tirar), que ha acabado por permear más allá del puro consumismo de productos y servicios para protagonizar, en una amplia mayoría de gente, los nuevos modos sin modales de las relaciones humanas contemporáneas.

Ahora, me temo, los más se esfuerzan lo menos. Y a la primera de cambio, eso, tiran lo que tienen para estrenar algo distinto. Pero esto es algo que solo se puede hacer en la sociedad de la sobreabundancia en que existimos. Sobreabundancia de todo: coches, camisas, alimentos, espectáculos. Personas.

Personas. Ello facilitado, claro, por las tecnologías actuales para encontrar pareja “sin esfuerzo”, en catálogos de carne al por mayor donde un algoritmo suple las veces del acercamiento, el tonteo, el embelesamiento, el intercambio de intenciones, de regalos, las galanterías.

Ahora prima la productividad, el no “perder” el tiempo (así lo ven quienes no conciben disfrutarlo). Todo es la “retribución” asegurada e inmediata. Las relaciones a través de las redes sociales (Tinder y similares) han acabado con la seducción, la persuasión, la sugestión. Hombres y mujeres parece que hoy quieren tener una relación, no ganarla. Qué pereza y cuánto riesgo de dilapidar su preciado tiempo y su más preciado dinero sin recibir nada a cambio. Si después de la primera cita que les ha conseguido el urbi et orbi infalible algoritmo la cosa no funciona, pues bueno, no pasa nada, por lo menos se lo han llevado calentito ese día y abur. Hasta nunca jamás. Perder un día no es una catástrofe. Dos, sí. Vuelta a darle a la búsqueda en la app.

Capitalismo llevado a las relaciones afectivas personales. Sustitución de la seducción, que es un proceso, por la consecución, la culminación, la cuenta de resultados, que es una meta sin recorrido previo. Humanos como molinetes, girando a solas, movidos por un solo, un único viento, pero creyéndose extraordinarios y simpares cada uno de ellos.

Y es que demasiada gente vive hoy inmersa en la falsa fe, la apócrifa creencia de que somos dueños de todo porque todo lo podemos alcanzar con un solo clic. Clic, y tengo acceso a toda la música del planeta. Clic, y me descargo más libros de los que podría leer en un millón de vidas (y eso “si” leyera). Otro clic, y se me ofrecen miles de hombres y mujeres con los que hacer “match”.

Las personas han terminado por pretenderse infinitas, ubicuas, eternas, poderosas y millonarias, pues ser millonario es creer que todo lo puedes tener. Porque sí, porque tú lo vales. Porque te corresponde. Aunque no te lo hayas ganado.

Y sin embargo, catálogos de decencia, de dignidad, de empatía, de responsabilidad no parecen encontrarse. Así que lo que yo a menudo veo es un vacío abrumador detrás de tanta supuesta comunicación de redes sociales. Ya lo dijo (¡hace 50 años!) Jean Baudrillard: “El contacto por el contacto se convierte en una especie de autoseducción vacía del lenguaje cuando ya no hay nada que decir”.

El problema es que demasiados no tienen nada que decir, ni ganas de tener algo que decir. Solo quieren usar, disfrutar, dilapidar, pasar de una cosa a otra creyéndose así demiurgos. Y lo son, demiurgos, pero del vacío.

© Jaime Alejandre, 2021 y 2022, fotografía: Península de Izu, Japón; vídeo: Sinan-gu, Corea del Sur.

domingo, 14 de agosto de 2022

Hartazgos

Vivimos en la Era de los Lugares Comunes. Seguramente porque prima el adoctrinamiento dogmático y no la reflexión individual. Para lo primero no hace falta esfuerzo alguno; y para lo segundo se supone que hay que estudiar, contradecirse, contrastar, aplicarse a uno mismo el espíritu crítico, no aceptar sin más lo más extendido en busca de la aceptación…

Sí, vivimos en la Era de los Lugares Comunes. Y así nos va. Porque en los Lugares Comunes nadie es él mismo. Y esa es la única gesta indispensable de un ser humano: llegar a ser él mismo; no lo que se espera de uno cualquiera; no aspirar apenas a ser ese clon bienvenido por los gregarios de la tribu.

Viene esto hoy a la última moda que ocupa el espacio de los debates de no muy sofisticado nivel. La moda de que el aburrimiento es bueno.

“El aburrimiento es bueno, es justo y necesario, es nuestro deber y salvación”. De primeras el aserto parece más una estrategia de marketing que otra cosa. Por eso titulo a esta columna “Hartazgo”, por el agotamiento que produce todo esto de inventarse debates falsamente profundos con el solo propósito de vender los enésimos libros de autoayuda, pero nunca algo concienzudo.

En fin. El aburrimiento es bueno. Así, sin más, porque sí.

Pero no, el aburrimiento no es bueno. El descanso sí lo es. Y lo perturbador, lo enfermizo y enfermador es la “hiperactividad”. Cuyo antónimo no es el aburrimiento sino la serenidad, la profundidad, el goce consciente.

Esa hiperactividad, recordemos, no hace sino seguir las sendas de la tecnología. Una tecnología que, como todas, ha transformado nuestra psique, nuestra percepción de la realidad. Así, esta tecnología y su seña de identidad característica, la hiperactividad, se impone promoviendo el conocimiento somero, el de superficie y no el de inmersión. Eso es lo abominable. Porque para ahondarse en las profundidades se precisa de un esfuerzo especial, capacidad de apnea, tenacidad. Para lo otro, lo de surfear las aguas someras solo se necesita hacerse el muerto para flotar. Aburrirse, hacerse el muerto.

Insisto, la reivindicación del aburrimiento es simplemente una “boutade”. Decía mi padre, acertadamente, que solo se aburren los tontos. Pero a ver si al final del ilógico camino de la aclamación del aburrimiento, lo que se esconde es precisamente el deseo de la inacción ciudadana, del rechazo de la reflexión, de que seamos todos tontos. Y dóciles.

Un poco de pereza está bien, sí, pero aburrirse como sinónimo de pasar seis horas tirado igual que una longaniza en el sofá sin “hacer” nada, eso no. Estar unos días en la playa tomando el sol, dormitando y recargando vitamina D, eso está bien, pero no hacerlo las 16 horas de luz que hay en el día, ni treinta días seguidos.

Reclamar el derecho al aburrimiento como un no hacer nada es una cretinez. De lo que se trata es de que ese “hacer” no sea el contemporáneo “hacerlo todo y ya y a la vez y sin parar y a la carrera y con ansia”, como si solo la actividad frenética del usar y tirar nos hiciera creer que vivimos con plenitud: Mirar feisbuk y a la vez instagram, jugar a alienantes marcianitos en el móvil, mandar setenta guasaps, rebotar veinte chistes, consultar carteleras, noticias, ir al gimnasio, apuntarnos a un coro, hacer macramé… Todo ello sin un momento de serenidad, eso es lo malo. Tanto como el aburrimiento per sé.

Pero estar recostados pensando, o simplemente recordando. O estar recostados leyendo, o viendo una película. Eso no es ejercer el aburrimiento. Es justo lo contrario. Aunque, como somos presa de las modas, pues ahora hay que dar el aburrimiento por bueno, sin definirlo, eso sí.

Observar un paisaje concentrándonos en hacerlo, sin estar pendientes de nada más. Esa es la vía. Escuchar con atención espiritual una música, no como mero ruidito de fondo. El segundo movimiento, lento assai, de la Sinfonía número 17 en sol menor, Opus 41, de Nikolái Miaskovski, por ejemplo (https://www.youtube.com/watch?v=DuETzLXyCOU). Esta obra precisa huir de la dispersión, demanda una atención única para disfrutarla en toda su profundidad. No vale estar leyendo al mismo tiempo, o haciendo un crucigrama o jugando con los niños.

 

En fin, rematando mi diatriba contra el aburrimiento adulto vaya esta otra reflexión a la luz de la famosa fábula de la cigarra y la hormiga: Si por antónimo de la hormiga imaginamos el aburrimiento inactivo, el invertir nuestro tiempo durante horas y horas en ser apenas trozos inanimados de carne, erramos. El antónimo de la hormiga es la cigarra, pero con su guitarra, sus versos y sus cantos.

Y ahora, miremos con un poco más de profundidad todavía, y comprendamos que cigarra y hormiga no son solo opuestos, son complementarios. No olviden aquellos que reivindican el aburrimiento adocenado, que para que haya una cigarra que pueda cantarnos bellas tonadas en el otoño, hay millones de hormigas que siembran la tierra en verano. Y luego en invierno ahorran para los otros los frutos y el amparo. Aquellas cigarras parásitas que pretenden vivir del cuento no son el modelo a seguir. En especial aquellas cigarras escritoras que se autodenominan malditos y cuyos cuentos además son malos, vulgares, y mediocres con ganas.

 

Y ahora, para acabar, me meto en el jardín de una componente especial de esta moda del aburrirse. La que se enfoca en los niños. Pero un niño sano jamás se aburrirá. Aunque no “haga nada”. Su imaginación andará por el espacio galáctico más remoto, por las praderas de los pieles rojas, por las calles de Gotham…

Pero lo que ocurre es que a algunos (padres) se les ha ido de la mano su propia medicina. Hemos metido a nuestros hijos en cien actividades extraescolares 24 horas al día 7 días a la semana: equitación, tenis, grupo de superdotados, clarinete, pintura expresionista… Y ahora nos tiramos de los pelos porque son hiperactivos.

Pero no dejemos de maliciarnos que unos han conducido a sus hijos al matadero de la hiperactividad proyectando en ellos su propia insatisfacción y frustración. Él, que en su triste adolescencia no pudo hacer escalada, estudiar idiomas, viajar al Amazonas, se lo endilga, sí o sí, a sus hijos, para cumplir en ellos sus expectativas insatisfechas.

Otros, no los menos, enrolan a sus hijos en mil desventuras, pero solo para librarse de la pesadez de estar pendientes de esos hijos fastidiosos, esos hijos que ocupan todo el volumen en el que se encuentran, como hacen los gases. Y entonces no dejan respirar a sus padres, con la cantidad de cosas que esos padres quieren hacer ahora: ligar, golfear (en sus dos acepciones), escribir una novela, viajar al Nepal. Que se encargue de los niños el mercado.

Pero porque uno tenga esas taras no es lícito buscar ahora la solución a los problemas creados imponiendo el aburrimiento a los niños. Mejor habrá que implicarse y enseñarles a ser conscientes de lo que hacen y del valor de lo que hacen, siendo como son miembros de un muy reducido club de privilegiados de este ancho mundo (donde otros no pueden permitirse el lujo de aburrirse porque con siete años tienen que ir a trabajar). Enseñarles a los niños a que no salten de una cosa a otra rozando solo la superficie. Enseñarles que los misterios que toda realidad atesora, siempre están en sus profundidades. Como las famosas llaves. En el fondo del mar, Matarile, rile, rile.

Sí, no olvidemos que buena parte de los adversos comportamientos de nuestros infantes los hemos causado nosotros. Nuestra es la responsabilidad. Si a un niño de ocho años le pones en las manos un móvil y le dejas abrirse un perfil en una red social y a solas descubre las características de la tecnología: ubicuidad, multitarea, inmediatez, acceso a lo oculto. ¿Cómo quieres que luego se desintoxique de la frustración de no tenerlo todo ya y siempre? ¿Mandándole a aburrirse a un rincón?

Bueno, cuelgo ya. Perdón sé que me he extendido mucho más de lo que corresponde a la literatura de las redes sociales. Pero es que me aburría hoy y me ha dado por esto…


sábado, 16 de julio de 2022

Rómulo Augústulo se despereza


Rómulo Augústulo no podía saber que sería el último emperador romano. Sus súbditos también se levantaban cada mañana ufanos disfrutando aquello de creerse la superpotencia del mundo. Somos los líderes del universo, se decían con orgullo unos a otros, mientras los que no eran pobres de solemnidad iban a comprar verduras al macellum. Pocos parecían saber que los últimos emperadores no habían sido sino marionetas de algunos señores de la guerra. Y tampoco les afectaba gran cosa el caos, los asesinatos en todas las esquinas, los desmanes de cualquiera, la impunidad reinante ante la inacción y la atonía de los encargados de ejercer el poder y mantener la ley y el orden en la ciudad eterna y en el imperio todo, entretenidos como estaban en hacerse ricos pronto. 4.368 muertos en las reyertas no era nada.

Unánimes rostros de sorpresa se reflejaron en todos los romanos de Occidente cuando Odoacro les informó, en incomprensible lengua bárbara, que ya no eran el imperio del mundo, que hacía muchos años que ya no lo eran, aunque no se hubieran dado por enterados.

(Continuará).

Joe Baiden no podía saber que sería el último presidente americano. Sus ciudadanos también se levantaban cada mañana ufanos disfrutando aquello de creerse la superpotencia del mundo. Somos los líderes del universo, se decían con orgullo unos a otros, mientras los que no eran pobres de solemnidad iban a comprar bonos basura a Wall Street. Pocos parecían saber, querer saber, que los últimos presidentes no habían sido sino marionetas de los dueños de la industria de armamento. Y tampoco les afectaba gran cosa el caos, los asesinatos en todas las esquinas, los desmanes de cualquiera, la impunidad imperante ante la inacción y la atonía de los encargados de ejercer el poder y mantener la ley y el orden, en la ciudad eterna y en el imperio todo, entretenidos como estaban en hacerse ricos lo antes posible. 4.368 niños asesinados a tiros en sus escuelas no eran nada, ni siquiera colaterales efectos. Nada.

Unánimes rostros de sorpresa se reflejaron en todos los yanquees de Occidente cuando Xi Jinping, en impecable chino mandarín, les informó que ya no eran el imperio del mundo, que hacía muchos años que ya no lo eran, aunque no se hubieran dado por enterados.

(Acabada la ficción hágase la realidad: El “Museo de los Niños de la Asociación Nacional del Rifle” en USA, se trata de una flota de 52 autobuses escolares amarillos, con 4.368 asientos vacíos que representan a los niños víctimas de matanzas reales en los últimos años en el país líder del mundo, y del Imperio Romano).



viernes, 1 de julio de 2022

Big Data sea, te alabamos Señor


En épocas de naufragio espiritual se suceden los dioses unos a otros vertiginosamente. Así, la última deidad moderna se llama Big Data. Hijo de Internet, ha expulsado a su padre de lo más alto del Olimpo. Ahora todo parece regirlo el Big Data y sus apóstoles, en esta religión llamados Algoritmos. Son ellos infalibles. Y únicos en su infalibilidad.

Como toda religión única, revelada y que se autoconsidera la Verdadera, ha desterrado al exilio a cualesquiera apóstatas, convertidos de la noche a la mañana en herejes que merecen, sino la muerte, sí el ostracismo.

Así ha caído en el infinito descrédito la intuición. Pero con echar un vistazo a la Historia de la Humanidad se constata la intuición ha acertado y acierta infinidad de veces. Y normalmente en las circunstancias más extremas y necesarias de los conflictos del hombre. Además lo hace con pocos “datos” porque la intuición de algunos puede que no sea capaz de sumas imposibles, pero sí lo es de conjugar sin reglas, leyes ni hojas de cálculo, una semántica no solo de unos y de ceros, una semántica en la que se entremezclan recuerdos, experiencias, percepciones y emociones, consejos, contradicciones, mentiras transitorias o piadosas y visiones. Todo aquello que no puede contenerse en cifras y algoritmos.

Porque sí, un algoritmo te dirá que las pamemas que suelta un “influencer” en sus diez segundos de vídeo colgados en una red social son la Verdad porque ha sumado en un nanosegundo que lo han visto exactamente 7.078.645 personas. Además, el apóstol Algoritmo es capaz de decirte a qué hora lo ha hecho cada uno, combinarlo con lo que se come a esas horas concretas en los restaurante de comida rápida cercanos y acabar por deducir que el próximo otoño se llevará el color verde. Claro que solo por decir “en otoño se llevará lo verde”, ya muchos millones de aburridos iletrados lo rebotarán en sus propios comentarios en el mundo del eco infinito que es Internet, y al final el verde será el color de moda este noviembre. Profecía autocumplida.

Pero en el universo de la mediocridad es natural que el ídolo supremo al que adorar sea el más simple, el que se limita a numerar hasta la náusea, no aquel que te sorprende en las inconsistencias y contradicciones del ser humano. Las mentes que confunden la rapidez de cálculo o la capacidad de sumar infinitas series de números en matrices inabarcables pueden entonces fingirse a sí mismos que dirigen el rumbo de los hombres, y hacerlo de verdad, con  la colaboración necesaria de comerciantes sin escrúpulos.

Pero cuanto menos tienes que pensar más fácil es dedicar maquinalmente tus habilidades mentales a ejercitar operaciones de sumatorios. Porque para sumar hay que tener una destreza, no capacidad de comprensión. No es lo mismo ser listo que inteligente, decía mi padre. Y hoy hay demasiados listos que no dejan brillar a los inteligentes, a los sensibles, a los intuitivos.

Y ahora, hablando de sensibilidad y de emoción: pensemos. Si un “poema” puede escribirlo hoy cualquiera de la caterva de marwanes que la tierra invade, ¡como para que no pueda hacerlo una máquina! Pero el Quijote no hay artefacto que lo escriba; y los quince versos del poema (poema sin entrecomillado irónico) Peregrino de Cernuda no estarán jamás al alcance de una retahíla de bits.

En todo caso, es batalla perdida. El talento de aquellos verdaderos profetas sin tierra que con sus intuiciones llevan fogonazos de iluminación a las remotas oscuridades humanas, están proscritos, nadie los atiende, todo el mundo los desprecia y se mofa de ellos mientras inclinan la testuz y, rodilla en tierra, alaban y adoran a la máquina que les dice que la próxima película que les va a gustar es la que tiene el mismo happy end de un millón de millones de filmes anteriores.

Citaba más arriba la palabra pamema, que significa “hecho o dicho fútil y de poca entidad, a que se ha querido dar importancia”. Pues ese milagro no algorítmico que es el Diccionario de la RAE añade que su etimología proviene de la mezcla de “pamplina y memo”.

Ni en un millón de años, de cálculos y de metaversos podrían el dios Big Data o sus algorítmicos apóstoles dar a luz algo ni muy lejanamente parecido a la palabra pamema.

 (Fotografía, HAL9000, fotograma de la película “2001, una odisea del espacio”) 

martes, 29 de marzo de 2022

A vueltas con las armas químicas


Ya son ganas de querer estirar de todas las cuerdas para tensar lo que no poco tenso está. Parecería que algunos estén empeñados otra vez en la cruzada de repetir los desmanes de la invasión americana (et altrii) de Iraq, cuando los caballos del Apocalipsis fueron cabalgados por mentiras sobre las armas químicas.
El fósforo blanco, que aparentemente se ha usado en Ucrania, es un arma horrible, como todas las demás, pero no es un arma química de acuerdo con la Convención de Naciones Unidas sobre su prohibición. Ello no quita un ápice de espanto a la barbarie, pero insisto, el fósforo no es un arma química. Es una arma tan espantosa como algunas otras que acaban protagonizando esos esperpentos del Derecho Internacional Humanitario que los seres supuestamente sapiens todavía necesitamos para, agárrense, regular las “Prohibiciones o Restricciones del Empleo de Ciertas Armas Convencionales que puedan considerarse excesivamente nocivas o de efectos indiscriminados”. El Convenio se llama así, no es una broma de mal gusto, incluye armas que no distinguen combatientes de población civil, niños de soldados. Entre estas edificantes armas están las minas antipersonas y también otras proezas de la inventiva humana dedicadas no tanto a matar como a causar heridos, algo mucho más gravoso de manejar por un país en guerra. Por ejemplo, balas que se deshacen en microscópicos fragmentos para provocar septicemias horribles, o armas láser diseñadas sólo para dejar ciego al contrario. Reconfortantes innovaciones del humanoide magín.
Dicho esto, a todo hay que llamarlo por su nombre y aplicarle, en consecuencia, las normas precisas que en cada caso la comunidad internacional haya convenido. Las armas químicas, las de verdad, están reguladas en su prohibición y destrucción mediante una Convención ad hoc de Naciones Unidas. Una Convención (cuyo garante es la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas, OPAQ, en La Haya) que resultó modélica y única al conseguir dar un paso de gigante en la eliminación completa de una de las tres categorías de armas de destrucción masiva (nucleares, biológicas y químicas).
Por eso, colocar de rondón en los telediarios el tema de las posibles armas “químicas” en Ucrania, es una vuelta de tuerca tan innecesaria como interesada; tan innecesaria como incendiaria. Incendiaria como el fósforo, sí, pero más brutal la peligrosidad de utilizar una denominación “desacertada” cuya memoria histórica trae penosos momentos al recuerdo.
Y por terminar de chapotear en el charco este en el que hoy me hago dos largos, pienso que también tiene su guasa que al otro lado del Atlántico (Norte) haya quienes para sentar en el banquillo a Putin, invoquen ahora la Corte Penal Internacional (más conocida como el Tribunal Penal Internacional, TPI, cuya sede casualmente también está en La Haya).
Cuando Estados Unidos sigue sin firmar el correspondiente Estatuto de Roma que constituyó el TPI. Perdón, seré más escrupuloso: sí Estados Unidos, con Clinton, sí firmó el Estatuto, en el año 2000. Si bien la firma no implicaba que el tratado fuera jurídicamente vinculante sobre los estadounidenses, en concreto sobre sus soldados, porque no se llegó a presentar la preceptiva ratificación. De cualquier forma, en un caso sin precedentes en el derecho internacional público, en 2002, el siguiente presidente norteamericano, Bush II, remitió una nota al Secretario General de Naciones Unidas donde expresó la "anulación", por parte de su gobierno, de la firma depositada por el anterior gobierno, el de Clinton. La posición norteamericana en aquellos momentos tomó además tintes muy parecidos a un boicot cargado de amenazas. Congresistas republicanos dijeron: “Quien se crea que el TPI puede hacerse sin Estados Unidos vive en un mundo de sueños, porque sólo será viable si es apoyado por una comunidad y no por un club”. No deja de sorprender aquella “pre-potencia” de amos del planeta para los que todo conjunto de Estados en el que no participen ellos mismos no es sino un club.
Pero bueno, todo es poco teniendo en cuenta que años después, en 2020, otro presidente de Estados Unidos, Donald Trump, autorizó la imposición de sanciones económicas contra los estados miembros del TPI que estuvieran implicados en investigaciones contra el país norteamericano. Y ello, con el objetivo de "proteger a sus militares" y "defender la soberanía nacional". La Casa Blanca recordó entonces en un comunicado que Estados Unidos no es firmante del Estatuto de Roma y que, por tanto, consideraba cualquier acción por parte del TPI como un "ataque".
Pues eso.

domingo, 27 de marzo de 2022

La honorabilidad y el precio del gasóleo


Tengo la sensación de que el dogma económico imperante desde los 80 ha impregnado todos los resquicios de la realidad, incluida la ética y el espíritu de cada uno. Me refiero por ejemplo al credo del crecimiento. Si no ganas más cada año, pase lo que pase en el mundo o en tus propias circunstancias, te conviertes directamente en un fracasado.

Eso hace, para mí, que la gente hayamos perdido buena parte de una de las principales características de los humanos. Somos la especie más adaptable que hay en la naturaleza. Gracias a ello habitamos desde los polos a los trópicos, desde las cumbres a las ciénagas. Pero hoy parece que cualquier contrariedad, menor, o verdaderamente relevante, nos deja sumidos en la inacción y la melancólica queja en vez de intentar adaptarnos a las nuevas circunstancias. De modo que a la incapacidad de adaptación se suma la creciente tiranía de la frustración.

No son pocas las veces en la vida que uno pasa por momentos complejos que le hacen tener que adaptarse a vivir con menos que antes. Menos dinero, menos amor, menos trabajo, menos bienes, menos amigos. Pasar de vivir en un chalé a una “solución habitacional” de doce metros cuadrados prestada por algún conocido. Por ejemplo. No hablo de oídas.

Así que, hablando de los tiempos actuales que vivimos, pienso que tal vez algunos camioneros, pescadores, funcionarios, camareros, hosteleros, médicos, directores de banco, presidentes de eléctricas, electos representantes políticos deberíamos aceptar que las circunstancias hoy, tras una pandemia y en medio de otra guerra más (sobre la de Ucrania y sus motivos e intereses ocultos habría mucho que hablar también, por cierto) invocan la necesidad de renunciar a algo de lo mucho que teníamos. Adaptarnos, vivir con menos, compartir más.

Pero, lo dicho, el dogma económico imperante, el del crecimiento como único resorte del éxito individual y colectivo, ha permeado los espíritus.

¿Si un país no aumenta su PIB cada año es un estado fallido? Japón lleva treinta años con un crecimiento muy ajustado (un 1% más o menos). Sin embargo, ¿se ha resentido el bienestar individual hasta convertir a sus ciudadanos en humanos fallidos?

Particularmente es que yo veo también otras dimensiones del bienestar. Por ejemplo, hay sociedades, como la japonesa, donde prima el respeto mutuo, y uno no tiene que perder energía y salud diaria pensando que en cualquier esquina le van a robar la bicicleta. Y  en otras sociedades, como tantas africanas, prevalece el valor de lo común, de la comunidad, más que el individualismo excluyente; compartir y celebrar (la nada que poseen) superan al ruin deseo de acaparar y derrochar.

En la perspectiva individual, más allá de la de los estados, saber acomodar las expectativas, los deseos, la ambición, son resortes con los que solo el homo sapiens cuenta. Y gracias a ellos podemos alcanzar la felicidad. La leona del Serengueti solo sabe cazar siempre que tiene hambre. No conoce otro mecanismo de supervivencia.

Se me dirá que muchos no tienen ya margen de maniobra para adaptarse a nada en su austeridad, en su miseria. Precisamente no me refiero a ellos, a esa oleada de personas más allá de la exclusión en nuestras sociedades. Las legiones de desheredados por el sistema, que malviven en las calles de tantas ciudades de Estados Unidos, de España, de Senegal, de Malawi, de Bangladesh. Me refiero a nosotros, los otros, a esa reinante clase media mundial que ha alcanzado niveles insospechados de riqueza y bienestar y que puede renunciar a algo, y además puede hacerlo en beneficio de aquellos desheredados mediante una mejor distribución del patrimonio común. (Las megafortunas entran en esta categoría de mi reflexión pues no dejan de ser sociológicamente clase media devenida ultramillonaria).

Vuelvo a los camioneros, objeto de mi reflexión divagante. Una importante cantidad de dinero de todos se va utilizar para bajar el precio del gasóleo para que unos ciudadanos camioneros no retrocedan un solo céntimo de euro en la satisfacción de sus “necesidades” (y deseos y caprichos). Ese dinero a ellos otorgado no se podrá invertir en quienes no tienen nada absolutamente de donde reducir lo mínimo indispensable que tienen para comer y calentarse.

La honorabilidad o el precio del gasóleo. El debate se agota en su mismo enunciado.

Contener la inflación, la deuda, el déficit público y todo para santificar el crecimiento: dogmas de una vida tal vez envidiable. Pero, ¿sana?

Estamos enfermos de codicia. No parecemos ninguno de nosotros dispuestos a comprender que a veces el mejor modo de “crecer” es no hacerlo solo en la cuenta corriente.

Unas sociedades contemporáneas dominadas por el “derecho” a saciar todo apetito no son sanas. No es de extrañar que el verbo latino “appetare” signifique “estirar la mano hacia algo, lanzarse hacia algo… atacar algo”.

Camioneros. ¿Qué no pueden pagar el gasoil? Claro que pueden, pero no quieren, porque lo consideran un insulto a la dogmática creencia de su propia condición humana, la de que tener que adaptarse a la realidad y aceptar un poco menos que ayer al parecer les arrebata su dignidad. Dignidad. Si solo la medimos con monedas.

(Fotografía en Internet ElEconomista.net)