You can fool all the people some of the time, and some of the people all the time,
but you cannot fool all the people all the time.
(Abraham Lincoln)

viernes, 28 de junio de 2024

Adicciones


Con esa imperdonable monomanía que tengo, la de recapacitar sin necesidad alguna de hacerlo, me ha dado hace unas semanas por pensar que los que sufren (y hacen sufrir a los demás) una adicción: drogadictos, alcohólicos, ludópatas, sexópatas, mitómanos… tienen algo en común.

A primera sangre uno pensaría que serían sus excesos, sus violencias o su enfermedad del espíritu. Su fragilidad, su enfermiza naturaleza feble (débil). Pero no. Hay adictos que no agreden (más que a sí mismos, aunque a menudo lo ignoren); y adictos brutales. Hay adictos que se arrepienten, que buscan curación; y adictos que quieren que se arrepientan los demás y niegan la evidencia de su propia demolición. Hay adictos fuertes como dromedarios; y enclenques adictos como desahuciados.

Pero la característica común y paradigmática de todos los adictos, su más repugnante toxicidad, es la de que son ladrones. Roban. Todos.

Eso creo, si hay algo que defina al común de los adictos es el latrocinio. Los adictos roban. El heroinómano hijo de la viuda con una exigua pensión roba dinero a su madre impunemente. La adicta a las máquinas tragaperras, le roba el tiempo y la paz a sus más cercanos. El borracho social le roba a su familia años de felicidad, de compañía, de estar con ellos en vez de en el bar. El cocainómano le roba a su pareja la capacidad de confiar día a día. Y le roba también la otra confianza, la de un futuro posible, incapaz tantas veces el que se libra del entorno de un adicto de rehacer una relación sentimental. O sea, el adicto le robó el corazón.

Sí, los adictos siempre roban, y roban hasta la Verdad, inventándose todo lo que los exima de su propia responsabilidad. Echándole la culpa a lo que sea antes de afrontar la carga de sus hechos. Pero ya me enseñó mi padre que no se pueden aceptar justificaciones morales de los que te han traicionado y se traicionan a sí mismos a diario. Porque, mi padre dixit, “a partir de los 20 años uno es responsable hasta de la cara que tiene en el espejo por la mañana”.

Y por mucho que uno pueda entristecerse por los adictos al darse cuenta de que el peor robo que perpetran es el de robarse a sí mismos, no puede uno hacerse cargo de su redención. Son ellos los que se roban la dignidad y la esperanza. Y nadie sino ellos puede restituirles el futuro.

En fin, como soy un tipo que la sociedad del exceso actual considera un aburrido, alguien que ni siquiera se ha fumado un pitillo en su vida, reconozco que me causa un asco físico y psicológico, una visceral repugnancia (visceral porque me produce arcadas, digo), todo lo que se relaciona con  las adicciones destructivas. Me provoca en el alma un sentimiento que solo puedo comparar al que tengo cuando veo un documental de Pol Pot, Hitler o Stalin.

Lo cierto es que hace años, cuando era un joven incauto e idealista, si coincidía en mi vida con alguno de esos pobres que eran presos de sus propias debilidades adictivas, me daban pena, me causaban conmiseración. Pero ya no. Bien dijo el sabio pueblo: “por la compasión entró la peste”.

En todo caso, digamos que hoy, ese asco que me producen no es uno “personal” (o sea subjetivo, relacionado con sujetos en particular) sino una repugnancia ideológica, porque ver a ciertos seres viles, a ciertas gentes soberbias (que diría don Quijote) presas de sus ridículas pasiones, me hace recapacitar sobre hechos generales de la naturaleza humana. Y entonces hago justo lo que no quiero, como con esta reflexión de hoy: ocupar un rato de mi tiempo, de mi precioso tiempo, pensando en cosas feas, sucias; cuando a lo que yo aspiro ya es a intentar pasar el máximo de mis horas y de mis propósitos y esfuerzos en la paz espiritual.

Ya solo quiero en mi vida estar rodeado de armonía, de belleza, de serenidad. No niego la realidad a mi alrededor, pero elijo la parte de esa realidad que quiero que me ampare. Igual que no niego que hubo un Auschwitz, ni que existen los vertederos, pero eso no significa que quiera transitar entornos de sobrecogedora sordidez, ni hacerme selfies a la entrada de las cámaras de gas ni al pie de un camión de la basura.

Así que dejo de recapacitar sobre cosas que poco me aportan, y sigo con actividades mentales y espirituales más satisfactorias, como mirar esta fotografía (con dos sendas: cada cual es libre de seguir una u otra) y leer los versos de Fujiwara no Shunzei (1114-1204):

“En mi cabaña humilde

pienso en el pasado; ¿vas,

cuco de la montaña,

a añadirle mis lágrimas

a la lluvia que cae?”.

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