Pero esto, que no deja de ser una triste peripecia
individual, tiene para mí unas connotaciones que señalan el signo de los
tiempos.
Los tiempos de la (in)cultura del usar y tirar (más bien del
“estrenar” y tirar), que ha acabado por permear más allá del puro consumismo de
productos y servicios para protagonizar, en una amplia mayoría de gente, los
nuevos modos sin modales de las relaciones humanas contemporáneas.
Ahora, me temo, los más se esfuerzan lo menos. Y a la
primera de cambio, eso, tiran lo que tienen para estrenar algo distinto. Pero
esto es algo que solo se puede hacer en la sociedad de la sobreabundancia en
que existimos. Sobreabundancia de todo: coches, camisas, alimentos,
espectáculos. Personas.
Personas. Ello facilitado, claro, por las tecnologías
actuales para encontrar pareja “sin esfuerzo”, en catálogos de carne al por
mayor donde un algoritmo suple las veces del acercamiento, el tonteo, el embelesamiento,
el intercambio de intenciones, de regalos, las galanterías.
Ahora prima la productividad, el no “perder” el tiempo (así
lo ven quienes no conciben disfrutarlo). Todo es la “retribución” asegurada e
inmediata. Las relaciones a través de las redes sociales (Tinder y similares) han
acabado con la seducción, la persuasión, la sugestión. Hombres y mujeres parece
que hoy quieren tener una relación, no ganarla. Qué pereza y cuánto riesgo de dilapidar
su preciado tiempo y su más preciado dinero sin recibir nada a cambio. Si después
de la primera cita que les ha conseguido el urbi et orbi infalible algoritmo la
cosa no funciona, pues bueno, no pasa nada, por lo menos se lo han llevado
calentito ese día y abur. Hasta nunca jamás. Perder un día no es una
catástrofe. Dos, sí. Vuelta a darle a la búsqueda en la app.
Capitalismo llevado a las relaciones afectivas personales. Sustitución
de la seducción, que es un proceso, por la consecución, la culminación, la cuenta
de resultados, que es una meta sin recorrido previo. Humanos como molinetes, girando
a solas, movidos por un solo, un único viento, pero creyéndose extraordinarios
y simpares cada uno de ellos.
Y es que demasiada gente vive hoy inmersa en la falsa fe, la
apócrifa creencia de que somos dueños de todo porque todo lo podemos alcanzar
con un solo clic. Clic, y tengo acceso a toda la música del planeta. Clic, y me
descargo más libros de los que podría leer en un millón de vidas (y eso “si”
leyera). Otro clic, y se me ofrecen miles de hombres y mujeres con los que
hacer “match”.
Las personas han terminado por pretenderse infinitas,
ubicuas, eternas, poderosas y millonarias, pues ser millonario es creer que
todo lo puedes tener. Porque sí, porque tú lo vales. Porque te corresponde. Aunque
no te lo hayas ganado.
Y sin embargo, catálogos de decencia, de dignidad, de empatía,
de responsabilidad no parecen encontrarse. Así que lo que yo a menudo veo es un
vacío abrumador detrás de tanta supuesta comunicación de redes sociales. Ya lo
dijo (¡hace 50 años!) Jean Baudrillard: “El contacto por el contacto se
convierte en una especie de autoseducción vacía del lenguaje cuando ya no hay
nada que decir”.
El problema es que demasiados no tienen nada que decir, ni
ganas de tener algo que decir. Solo quieren usar, disfrutar, dilapidar, pasar
de una cosa a otra creyéndose así demiurgos. Y lo son, demiurgos, pero del vacío.
© Jaime Alejandre, 2021 y
2022, fotografía: Península de Izu, Japón; vídeo: Sinan-gu, Corea del Sur.
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