Sí, vivimos en la Era de los Lugares Comunes. Y así nos va.
Porque en los Lugares Comunes nadie es él mismo. Y esa es la única gesta
indispensable de un ser humano: llegar a ser él mismo; no lo que se espera de uno
cualquiera; no aspirar apenas a ser ese clon bienvenido por los gregarios de la
tribu.
Viene esto hoy a la última moda que ocupa el espacio de los
debates de no muy sofisticado nivel. La moda de que el aburrimiento es bueno.
“El aburrimiento es bueno, es justo y necesario, es nuestro
deber y salvación”. De primeras el aserto parece más una estrategia de
marketing que otra cosa. Por eso titulo a esta columna “Hartazgo”, por el
agotamiento que produce todo esto de inventarse debates falsamente profundos
con el solo propósito de vender los enésimos libros de autoayuda, pero nunca algo
concienzudo.
En fin. El aburrimiento es bueno. Así, sin más, porque sí.
Pero no, el aburrimiento no es bueno. El descanso sí lo es.
Y lo perturbador, lo enfermizo y enfermador
es la “hiperactividad”. Cuyo antónimo no es el aburrimiento sino la serenidad,
la profundidad, el goce consciente.
Esa hiperactividad, recordemos, no hace sino seguir las
sendas de la tecnología. Una tecnología que, como todas, ha transformado
nuestra psique, nuestra percepción de la realidad. Así, esta tecnología y su seña
de identidad característica, la hiperactividad, se impone promoviendo el
conocimiento somero, el de superficie y no el de inmersión. Eso es lo
abominable. Porque para ahondarse en las profundidades se precisa de un
esfuerzo especial, capacidad de apnea, tenacidad. Para lo otro, lo de surfear las
aguas someras solo se necesita hacerse el muerto para flotar. Aburrirse,
hacerse el muerto.
Insisto, la reivindicación del aburrimiento es simplemente
una “boutade”. Decía mi padre, acertadamente, que solo se aburren los tontos. Pero
a ver si al final del ilógico camino de la aclamación del aburrimiento, lo que se
esconde es precisamente el deseo de la inacción ciudadana, del rechazo de la
reflexión, de que seamos todos tontos. Y dóciles.
Un poco de pereza está bien, sí, pero aburrirse como
sinónimo de pasar seis horas tirado igual que una longaniza en el sofá sin
“hacer” nada, eso no. Estar unos días en la playa tomando el sol, dormitando y
recargando vitamina D, eso está bien, pero no hacerlo las 16 horas de luz que
hay en el día, ni treinta días seguidos.
Reclamar el derecho al aburrimiento como un no hacer nada es
una cretinez. De lo que se trata es de que ese “hacer” no sea el contemporáneo
“hacerlo todo y ya y a la vez y sin parar y a la carrera y con ansia”, como si
solo la actividad frenética del usar y tirar nos hiciera creer que vivimos con
plenitud: Mirar feisbuk y a la vez instagram, jugar a alienantes marcianitos en
el móvil, mandar setenta guasaps, rebotar veinte chistes, consultar carteleras,
noticias, ir al gimnasio, apuntarnos a un coro, hacer macramé… Todo ello sin un
momento de serenidad, eso es lo malo. Tanto como el aburrimiento per sé.
Pero estar recostados pensando, o simplemente recordando. O
estar recostados leyendo, o viendo una película. Eso no es ejercer el
aburrimiento. Es justo lo contrario. Aunque, como somos presa de las modas,
pues ahora hay que dar el aburrimiento por bueno, sin definirlo, eso sí.
Observar un paisaje concentrándonos en hacerlo, sin estar
pendientes de nada más. Esa es la vía. Escuchar con atención espiritual una
música, no como mero ruidito de fondo. El segundo movimiento, lento assai, de
la Sinfonía número 17 en sol menor, Opus 41, de Nikolái Miaskovski, por ejemplo
(https://www.youtube.com/watch?v=DuETzLXyCOU).
Esta obra precisa huir de la dispersión, demanda una atención única para
disfrutarla en toda su profundidad. No vale estar leyendo al mismo tiempo, o
haciendo un crucigrama o jugando con los niños.
En fin, rematando mi diatriba contra el aburrimiento adulto
vaya esta otra reflexión a la luz de la famosa fábula de la cigarra y la
hormiga: Si por antónimo de la hormiga imaginamos el aburrimiento inactivo, el
invertir nuestro tiempo durante horas y horas en ser apenas trozos inanimados
de carne, erramos. El antónimo de la hormiga es la cigarra, pero con su guitarra,
sus versos y sus cantos.
Y ahora, miremos con un poco más de profundidad todavía, y
comprendamos que cigarra y hormiga no son solo opuestos, son complementarios.
No olviden aquellos que reivindican el aburrimiento adocenado, que para que
haya una cigarra que pueda cantarnos bellas tonadas en el otoño, hay millones
de hormigas que siembran la tierra en verano. Y luego en invierno ahorran para
los otros los frutos y el amparo. Aquellas cigarras parásitas que pretenden vivir
del cuento no son el modelo a seguir. En especial aquellas cigarras escritoras
que se autodenominan malditos y cuyos cuentos además son malos, vulgares, y
mediocres con ganas.
Y ahora, para acabar, me meto en el jardín de una componente
especial de esta moda del aburrirse. La que se enfoca en los niños. Pero un
niño sano jamás se aburrirá. Aunque no “haga nada”. Su imaginación andará por
el espacio galáctico más remoto, por las praderas de los pieles rojas, por las
calles de Gotham…
Pero lo que ocurre es que a algunos (padres) se les ha ido
de la mano su propia medicina. Hemos metido a nuestros hijos en cien actividades
extraescolares 24 horas al día 7 días a la semana: equitación, tenis, grupo de
superdotados, clarinete, pintura expresionista… Y ahora nos tiramos de los
pelos porque son hiperactivos.
Pero no dejemos de maliciarnos que unos han conducido a sus
hijos al matadero de la hiperactividad proyectando en ellos su propia
insatisfacción y frustración. Él, que en su triste adolescencia no pudo hacer
escalada, estudiar idiomas, viajar al Amazonas, se lo endilga, sí o sí, a sus
hijos, para cumplir en ellos sus expectativas insatisfechas.
Otros, no los menos, enrolan a sus hijos en mil desventuras,
pero solo para librarse de la pesadez de estar pendientes de esos hijos fastidiosos,
esos hijos que ocupan todo el volumen en el que se encuentran, como hacen los
gases. Y entonces no dejan respirar a sus padres, con la cantidad de cosas que
esos padres quieren hacer ahora: ligar, golfear (en sus dos acepciones),
escribir una novela, viajar al Nepal. Que se encargue de los niños el mercado.
Pero porque uno tenga esas taras no es lícito buscar ahora la
solución a los problemas creados imponiendo el aburrimiento a los niños. Mejor
habrá que implicarse y enseñarles a ser conscientes de lo que hacen y del valor
de lo que hacen, siendo como son miembros de un muy reducido club de
privilegiados de este ancho mundo (donde otros no pueden permitirse el lujo de
aburrirse porque con siete años tienen que ir a trabajar). Enseñarles a los
niños a que no salten de una cosa a otra rozando solo la superficie. Enseñarles
que los misterios que toda realidad atesora, siempre están en sus profundidades.
Como las famosas llaves. En el fondo del mar, Matarile, rile, rile.
Sí, no olvidemos que buena parte de los adversos comportamientos
de nuestros infantes los hemos causado nosotros. Nuestra es la responsabilidad.
Si a un niño de ocho años le pones en las manos un móvil y le dejas abrirse un
perfil en una red social y a solas descubre las características de la
tecnología: ubicuidad, multitarea, inmediatez, acceso a lo oculto. ¿Cómo quieres
que luego se desintoxique de la frustración de no tenerlo todo ya y siempre? ¿Mandándole
a aburrirse a un rincón?
Bueno, cuelgo ya. Perdón sé que me he extendido mucho más de
lo que corresponde a la literatura de las redes sociales. Pero es que me
aburría hoy y me ha dado por esto…
No hay comentarios:
Publicar un comentario