Miro las imágenes de inmensas metrópolis de los Estados Unidos de Norteamérica (EEUU), como Detroit, convertidas en eriales casi apocalípticos (a veces parecidos a ciertas ciudades sirias asoladas por las bombas). Por sus destartalados suburbios deambulan vagabundos, buscavidas y hampones junto a personas, en triste mayoría, que desgraciadamente representan la mayor mediocridad de la naturaleza humana, desprovistos de las más elementales virtudes, ignorantes de cualquier ética, exiliados de su propia civilización.
También visito otros lugares que pretenden apuntalar la fantasía
de que los EEUU se mantienen en la primera línea de la modernidad. Pero tras el
cansino oropel de sus comerciales artistas, de los escaparates de objetos de
mediocre lujo y de coches como tanques, lo que brilla es la oscuridad. La de
las bolsas de basura tiradas por doquier, la de la suciedad ubicua, la de las
antiguallas tecnológicas (esos interruptores de la luz en los hoteles y en las
casas, esos electrodomésticos de diseño prácticamente soviético…), la del
penoso transporte público, la del atraso petrolífero de espaldas al sol y al
viento…
Creo que no quieren darse cuenta y aceptar que la debilidad
de lo público es, entre otros factores, lo que ha llevado a la decadencia
imparable de EEUU. El desprecio por los servicios públicos, por la fuerza de la
comunidad organizada, ha devenido en el abandono y la depauperación de una
sociedad marchita. La entronización del individualismo, el papanatismo ante el
supuestamente humilde emprendedor que trabajando (aunque más a menudo que nunca
delinquiendo o defraudando) consigue ser millonario: icónica imagen del
sueño americano. Poco de sueño, mucho de solo americano. Porque todo ese opaco
resplandor de neones de pleistocénica generación apenas enmascara ya la caída
del inane imperio, el triunfo imparable del crepúsculo. Éste sí muy crepúsculo
y totalmente americano.
Es esta mi percepción: que EEUU, no es que esté en los
albores de la decadencia de su efímero imperio sino en pleno desmantelamiento
del mismo. Por mucho que su poderío militar, su armamento capaz de destruir el
planeta varias veces, haga que la nación boquee en la quimera de creerse un
imperio aún reinante, no son ya sino escombros. Cascotes cuya capacidad de
interlocución en la esfera internacional se reduce día a día. Su pretendido
liderazgo, EEUU no puede ya ejercerlo sin el permiso de otros.
Además, lo peor es que creo que muy poco de lo que fue su fugaz
imperio se recordará dentro de mil años, pues ha sido un poder anodino y
bárbaro sin legado cultural. Al menos comparándolo al de otros imperios en la
historia (el español, hablando de lo más cercano a mí, duró varios siglos y
nos dejó, por dar un solo ejemplo, “El Quijote” de Cervantes).
Ahora, la gran pregunta sería: ¿qué imperio es el que ya
está tomando las riendas de la Historia? Pocas dudas puede haber al respecto.
Así, a la luz y sombra del último encontronazo comercial
entre China y EEUU, harían bien Trump y futuros presidentes del renqueante
imperio americano en recordar el mensaje de advertencia que Quianlong, el gran
emperador manchú de China, envió en 1795 al rey Jorge III del Reino Unido: “Al dominar el ancho mundo no tengo más que
un objetivo en mente, y es este: mantener un gobierno perfecto y cumplir los
deberes del Estado. Los objetos extraños y costosos no me interesan […]. No
necesito las manufacturas de su país […]. Le corresponde, Su Majestad, respetar
mis sentimientos y mostrar incluso mayor devoción y lealtad en el futuro, para
que, con la perpetua sumisión de vuestro trono, aseguréis en lo sucesivo la paz
y la seguridad para vuestro país […]. Nuestro Imperio Celeste posee todas las
cosas en prolífica abundancia y no carecemos de productos dentro de nuestras
fronteras. Por tanto, no había ninguna necesidad de importar manufacturas de
bárbaros extranjeros a cambio de nuestros productos […]. No olvido la remota
lejanía de vuestra isla, aislada del mundo por grandes extensiones de mar;
tampoco ignoro vuestra excusable ignorancia de los usos del Imperio Celeste
[…]. Obedeced temblando y no deis muestras de negligencia”.
Ahí queda eso.
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