Soy lo peor. Lo sé. Lo confieso: a mí me privan los azúcares
propios, añadidos, galácticos, mediopensionistas. Lo que no soporto es el sabor
light ese de aspartamo u otros edulcorantes artificiales químicos sucedáneos. A
mí el gusto de caña de azúcar o remolacha me alegra el día, la tarde y la noche
en todas su formas conocidas.
No me estigmaticen por tamaña incorrección ciudadana
contemporánea. Solo a la altura de criticar fanatismos de género religioso o de
religioso género. No me injurien aún por mi insolidaridad con los que sufren
obesidades y morbideces varias.
Lo cierto es que este cincuentón, muy avanzado ya hacia la
sesentena, tiene las mismas probabilidades de que me engorde el azúcar que
cualquier otro (genética –ese moderno nuevo fundamentalismo- aparte). Lo que
ocurre es que mi actividad diaria, laboral, familiar, deportiva, consume el
posible exceso de azúcares en mis asadurillas. El problema, por tanto, no es la
sacarosa, sino el sedentarismo de consola; la poltrona de pantalla; el coche
para ir al estanco de la esquina; el alcohol de aplatanado en el bar las 24
horas de Le Mans…
Por no hablar de lo que es de verdad malo de la muerte: las estrategias
y maniobras comerciales de unos y de otros. Confío vivir los años suficientes
para que dentro de un decenio nos atiborren de anuncios con las virtudes
indispensables de tomar azúcar para vivir como es debido, como es “devida”. En
fin, como sucedió con el aceite de oliva, que era malo cual bubónica peste en los años 80 y
hoy esencial para ser longevo y simpático. Lo mismo los huevos, atractores de
toda enfermedad imaginable hace un tiempo y hoy otra vez saludables a diario cual
agua bendita.
En fin, deseoso de contar, sino con vuestra imposible
absolución, sí con un cierto conformismo, conocedores como sois de mis muchos
pecados de humano procedente de otro siglo, a la fotografía de las rosquillas
que me he abrochado esta mañana añado otra, trisagio mediante, de las lubinas
al papillote que cociné ayer. No se tome en consideración en esta foto la mucha
sal echada que se ve. Para compensar puse cuatro cabezas de ajo por pescado, o
sea que estoy libre de todo mal. Dicen. Al menos hasta la merienda. Aún me
quedan rosquillas. Por poco tiempo, eso sí…
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