Tengo la sensación de que el dogma económico imperante desde los 80 ha impregnado todos los resquicios de la realidad, incluida la ética y el espíritu de cada uno. Me refiero por ejemplo al credo del crecimiento. Si no ganas más cada año, pase lo que pase en el mundo o en tus propias circunstancias, te conviertes directamente en un fracasado.
Eso hace, para mí, que la gente hayamos perdido buena parte
de una de las principales características de los humanos. Somos la especie más
adaptable que hay en la naturaleza. Gracias a ello habitamos desde los polos a
los trópicos, desde las cumbres a las ciénagas. Pero hoy parece que cualquier
contrariedad, menor, o verdaderamente relevante, nos deja sumidos en la
inacción y la melancólica queja en vez de intentar adaptarnos a las nuevas
circunstancias. De modo que a la incapacidad de adaptación se suma la creciente
tiranía de la frustración.
No son pocas las veces en la vida que uno pasa por momentos
complejos que le hacen tener que adaptarse a vivir con menos que antes. Menos
dinero, menos amor, menos trabajo, menos bienes, menos amigos. Pasar de vivir
en un chalé a una “solución habitacional” de doce metros cuadrados prestada por
algún conocido. Por ejemplo. No hablo de oídas.
Así que, hablando de los tiempos actuales que vivimos,
pienso que tal vez algunos camioneros, pescadores, funcionarios, camareros,
hosteleros, médicos, directores de banco, presidentes de eléctricas, electos
representantes políticos deberíamos aceptar que las circunstancias hoy, tras
una pandemia y en medio de otra guerra más (sobre la de Ucrania y sus motivos e
intereses ocultos habría mucho que hablar también, por cierto) invocan la
necesidad de renunciar a algo de lo mucho que teníamos. Adaptarnos, vivir con
menos, compartir más.
Pero, lo dicho, el dogma económico imperante, el del
crecimiento como único resorte del éxito individual y colectivo, ha permeado
los espíritus.
¿Si un país no aumenta su PIB cada año es un estado fallido?
Japón lleva treinta años con un crecimiento muy ajustado (un 1% más o menos).
Sin embargo, ¿se ha resentido el bienestar individual hasta convertir a sus
ciudadanos en humanos fallidos?
Particularmente es que yo veo también otras dimensiones del bienestar.
Por ejemplo, hay sociedades, como la japonesa, donde prima el respeto mutuo, y
uno no tiene que perder energía y salud diaria pensando que en cualquier
esquina le van a robar la bicicleta. Y en
otras sociedades, como tantas africanas, prevalece el valor de lo común, de la
comunidad, más que el individualismo excluyente; compartir y celebrar (la nada
que poseen) superan al ruin deseo de acaparar y derrochar.
En la perspectiva individual, más allá de la de los estados,
saber acomodar las expectativas, los deseos, la ambición, son resortes con los que
solo el homo sapiens cuenta. Y gracias a ellos podemos alcanzar la felicidad.
La leona del Serengueti solo sabe cazar siempre que tiene hambre. No conoce
otro mecanismo de supervivencia.
Se me dirá que muchos no tienen ya margen de maniobra para adaptarse
a nada en su austeridad, en su miseria. Precisamente no me refiero a ellos, a
esa oleada de personas más allá de la exclusión en nuestras sociedades. Las
legiones de desheredados por el sistema, que malviven en las calles de tantas
ciudades de Estados Unidos, de España, de Senegal, de Malawi, de Bangladesh. Me
refiero a nosotros, los otros, a esa reinante clase media mundial que ha
alcanzado niveles insospechados de riqueza y bienestar y que puede renunciar a
algo, y además puede hacerlo en beneficio de aquellos desheredados mediante una
mejor distribución del patrimonio común. (Las megafortunas entran en esta
categoría de mi reflexión pues no dejan de ser sociológicamente clase media
devenida ultramillonaria).
Vuelvo a los camioneros, objeto de mi reflexión divagante. Una
importante cantidad de dinero de todos se va utilizar para bajar el precio del
gasóleo para que unos ciudadanos camioneros no retrocedan un solo céntimo de
euro en la satisfacción de sus “necesidades” (y deseos y caprichos). Ese dinero
a ellos otorgado no se podrá invertir en quienes no tienen nada absolutamente
de donde reducir lo mínimo indispensable que tienen para comer y calentarse.
La honorabilidad o el precio del gasóleo. El debate se agota
en su mismo enunciado.
Contener la inflación, la deuda, el déficit público y todo
para santificar el crecimiento: dogmas de una vida tal vez envidiable. Pero,
¿sana?
Estamos enfermos de codicia. No parecemos ninguno de
nosotros dispuestos a comprender que a veces el mejor modo de “crecer” es no
hacerlo solo en la cuenta corriente.
Unas sociedades contemporáneas dominadas por el “derecho” a
saciar todo apetito no son sanas. No es de extrañar que el verbo latino
“appetare” signifique “estirar la mano hacia algo, lanzarse hacia algo… atacar
algo”.
Camioneros. ¿Qué no pueden pagar el gasoil? Claro que
pueden, pero no quieren, porque lo consideran un insulto a la dogmática
creencia de su propia condición humana, la de que tener que adaptarse a la
realidad y aceptar un poco menos que ayer al parecer les arrebata su dignidad. Dignidad.
Si solo la medimos con monedas.
(Fotografía en Internet ElEconomista.net)
No hay comentarios:
Publicar un comentario