Recientes acontecimientos en el mundo de actores y actrices en España me desalientan una vez más, sumido en la desconfianza ante la especie humana. Vuelvo a comprobar el enfermizo gusto por lo monstruoso, lo deforme, lo ‘freak’. Abotargados en el exceso, algunos parece que ya solo son capaces de disfrutar con lo esperpéntico y las excentricidades sin valor. Son esos que apenas se interesan hoy admirando diminutos fetos atestando botes de farmacia en su formol en una presunta exposición de arte contemporáneo. Tipos a los que les hacen gracia las cenizas que quedan de un millón de hombres incinerados en un campo de concentración.
Esa gente no es
gente, porque pagarían lo que fuera por ver una película en la que matan de
verdad a otra gente, que sí es gente. O se quedan de madrugada babeando ante
vídeos de catástrofes reales. Entusiastas de lo sórdido y lo abyecto, se ríen
por lo bajo y cuchichean mofándose de los demás, pero se callan
irremediablemente a la hora de decir en público lo que ellos piensan, porque
nada piensan. Ellos nunca perderían su tiempo (precioso solo para ellos) yendo a
una manifestación contra el hambre en más de medio mundo o para asistir a unos inmigrantes
durmiendo en la avenida, pero pasarían horas bajo lluvia y sol por conseguir entrada
para una lapidación. Son los que se corren viendo a la mujer barbuda del circo,
los que imitan al cojo por la calle, los que se desternillan desmesuradamente
cuando a Charlot le pegan bofetadas y todo le sale mal.
Se dedican al
espectáculo de personajes enfermos, locos, personajes que realizan actos que no
controlan (actos que los controlan a ellos), porque así ciertos espectadores, ciertos
productores, se sienten a salvo de su propia mediocridad, la de gozar con el
horror ajeno y creerse inmunes y superiores. Y engrosan el patrimonio de su vil
e ignominiosa existencia con televisivas diversiones eméticas con el sólo deseo
y objetivo de poder contar un día ‘yo
estuve allí, cuando aquella hizo esto y dijo aquello, ¡cómo lo pasamos!’,
como si su afán de quince minutos de placer y vanagloria se satisficiera con la
vejación del más frágil del reality
del momento.
Uno, a la luz de
esto optaría por la pronta autodesaparición, pero gracias a Dios existen otros
que nos redimen del propio cansancio, del escepticismo, el desánimo. Son
aquello luchadores contra el absurdo que se empeñan en la belleza a veces
inútil de sus gestos/gestas sin recompensa, son los que te citarían a A. Szerb
que, antes de morir en un campo nazi, dijo: ‘sólo
importa el momento, porque un momento verdaderamente hermoso no termina nunca’.
Todos conocemos a alguno, a muchos de estos héroes sin esperpento.
Ellos nos enseñan que, al
final, es todo sencillo: sólo tenemos que elegir entre estar con unos en el vicio
envilecedor de la abyección fomentando estulticia, alienación, cretinización y
embrutecimiento a manos llenas (más bien vacías), o con otros dejando pétalos
de la propia vida para que el mundo sea un lugar donde el amanecer no represente
sólo una metáfora.
(Fotografía © Jaime Alejandre, Kurokawa onsen Kyūshū, Japón, 2021)
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