Con esa imperdonable monomanía que tengo, la de recapacitar sin necesidad alguna de hacerlo, me ha dado hace unas semanas por pensar que los que sufren (y hacen sufrir a los demás) una adicción: drogadictos, alcohólicos, ludópatas, sexópatas, mitómanos… tienen algo en común.
A primera sangre uno pensaría que serían sus excesos, sus
violencias o su enfermedad del espíritu. Su fragilidad, su enfermiza naturaleza
feble (débil). Pero no. Hay adictos que no agreden (más que a sí mismos, aunque
a menudo lo ignoren); y adictos brutales. Hay adictos que se arrepienten, que
buscan curación; y adictos que quieren que se arrepientan los demás y niegan la
evidencia de su propia demolición. Hay adictos fuertes como dromedarios; y
enclenques adictos como desahuciados.
Pero la característica común y paradigmática de todos los
adictos, su más repugnante toxicidad, es la de que son ladrones. Roban. Todos.
Eso creo, si hay algo que defina al común de los adictos es
el latrocinio. Los adictos roban. El heroinómano hijo de la viuda con una
exigua pensión roba dinero a su madre impunemente. La adicta a las máquinas
tragaperras, le roba el tiempo y la paz a sus más cercanos. El borracho social le
roba a su familia años de felicidad, de compañía, de estar con ellos en vez de
en el bar. El cocainómano le roba a su pareja la capacidad de confiar día a día.
Y le roba también la otra confianza, la de un futuro posible, incapaz tantas
veces el que se libra del entorno de un adicto de rehacer una relación
sentimental. O sea, el adicto le robó el corazón.
Sí, los adictos siempre roban, y roban hasta la Verdad,
inventándose todo lo que los exima de su propia responsabilidad. Echándole la
culpa a lo que sea antes de afrontar la carga de sus hechos. Pero ya me enseñó mi
padre que no se pueden aceptar justificaciones morales de los que te han
traicionado y se traicionan a sí mismos a diario. Porque, mi padre dixit, “a
partir de los 20 años uno es responsable hasta de la cara que tiene en el
espejo por la mañana”.
Y por mucho que uno pueda entristecerse por los adictos al
darse cuenta de que el peor robo que perpetran es el de robarse a sí mismos, no
puede uno hacerse cargo de su redención. Son ellos los que se roban la dignidad
y la esperanza. Y nadie sino ellos puede restituirles el futuro.
En fin, como soy un tipo que la sociedad del exceso actual
considera un aburrido, alguien que ni siquiera se ha fumado un pitillo en su
vida, reconozco que me causa un asco físico y psicológico, una visceral repugnancia
(visceral porque me produce arcadas, digo), todo lo que se relaciona con las adicciones destructivas. Me provoca en el
alma un sentimiento que solo puedo comparar al que tengo cuando veo un documental
de Pol Pot, Hitler o Stalin.
Lo cierto es que hace años, cuando era un joven incauto e
idealista, si coincidía en mi vida con alguno de esos pobres que eran presos de
sus propias debilidades adictivas, me daban pena, me causaban conmiseración.
Pero ya no. Bien dijo el sabio pueblo: “por la compasión entró la peste”.
En todo caso, digamos que hoy, ese asco que me producen no
es uno “personal” (o sea subjetivo, relacionado con sujetos en particular) sino
una repugnancia ideológica, porque ver a ciertos seres viles, a ciertas gentes soberbias
(que diría don Quijote) presas de sus ridículas pasiones, me hace recapacitar sobre
hechos generales de la naturaleza humana. Y entonces hago justo lo que no
quiero, como con esta reflexión de hoy: ocupar un rato de mi tiempo, de mi
precioso tiempo, pensando en cosas feas, sucias; cuando a lo que yo aspiro ya
es a intentar pasar el máximo de mis horas y de mis propósitos y esfuerzos en
la paz espiritual.
Ya solo quiero en mi vida estar rodeado de armonía, de
belleza, de serenidad. No niego la realidad a mi alrededor, pero elijo la parte
de esa realidad que quiero que me ampare. Igual que no niego que hubo un
Auschwitz, ni que existen los vertederos, pero eso no significa que quiera transitar
entornos de sobrecogedora sordidez, ni hacerme selfies a la entrada de las
cámaras de gas ni al pie de un camión de la basura.
Así que dejo de recapacitar sobre cosas que poco me aportan,
y sigo con actividades mentales y espirituales más satisfactorias, como mirar
esta fotografía (con dos sendas: cada cual es libre de seguir una u otra) y leer
los versos de Fujiwara no Shunzei (1114-1204):
“En mi cabaña humilde
pienso en el pasado; ¿vas,
cuco de la montaña,
a añadirle mis lágrimas
a la lluvia que cae?”.