You can fool all the people some of the time, and some of the people all the time,
but you cannot fool all the people all the time.
(Abraham Lincoln)

viernes, 28 de junio de 2024

Adicciones


Con esa imperdonable monomanía que tengo, la de recapacitar sin necesidad alguna de hacerlo, me ha dado hace unas semanas por pensar que los que sufren (y hacen sufrir a los demás) una adicción: drogadictos, alcohólicos, ludópatas, sexópatas, mitómanos… tienen algo en común.

A primera sangre uno pensaría que serían sus excesos, sus violencias o su enfermedad del espíritu. Su fragilidad, su enfermiza naturaleza feble (débil). Pero no. Hay adictos que no agreden (más que a sí mismos, aunque a menudo lo ignoren); y adictos brutales. Hay adictos que se arrepienten, que buscan curación; y adictos que quieren que se arrepientan los demás y niegan la evidencia de su propia demolición. Hay adictos fuertes como dromedarios; y enclenques adictos como desahuciados.

Pero la característica común y paradigmática de todos los adictos, su más repugnante toxicidad, es la de que son ladrones. Roban. Todos.

Eso creo, si hay algo que defina al común de los adictos es el latrocinio. Los adictos roban. El heroinómano hijo de la viuda con una exigua pensión roba dinero a su madre impunemente. La adicta a las máquinas tragaperras, le roba el tiempo y la paz a sus más cercanos. El borracho social le roba a su familia años de felicidad, de compañía, de estar con ellos en vez de en el bar. El cocainómano le roba a su pareja la capacidad de confiar día a día. Y le roba también la otra confianza, la de un futuro posible, incapaz tantas veces el que se libra del entorno de un adicto de rehacer una relación sentimental. O sea, el adicto le robó el corazón.

Sí, los adictos siempre roban, y roban hasta la Verdad, inventándose todo lo que los exima de su propia responsabilidad. Echándole la culpa a lo que sea antes de afrontar la carga de sus hechos. Pero ya me enseñó mi padre que no se pueden aceptar justificaciones morales de los que te han traicionado y se traicionan a sí mismos a diario. Porque, mi padre dixit, “a partir de los 20 años uno es responsable hasta de la cara que tiene en el espejo por la mañana”.

Y por mucho que uno pueda entristecerse por los adictos al darse cuenta de que el peor robo que perpetran es el de robarse a sí mismos, no puede uno hacerse cargo de su redención. Son ellos los que se roban la dignidad y la esperanza. Y nadie sino ellos puede restituirles el futuro.

En fin, como soy un tipo que la sociedad del exceso actual considera un aburrido, alguien que ni siquiera se ha fumado un pitillo en su vida, reconozco que me causa un asco físico y psicológico, una visceral repugnancia (visceral porque me produce arcadas, digo), todo lo que se relaciona con  las adicciones destructivas. Me provoca en el alma un sentimiento que solo puedo comparar al que tengo cuando veo un documental de Pol Pot, Hitler o Stalin.

Lo cierto es que hace años, cuando era un joven incauto e idealista, si coincidía en mi vida con alguno de esos pobres que eran presos de sus propias debilidades adictivas, me daban pena, me causaban conmiseración. Pero ya no. Bien dijo el sabio pueblo: “por la compasión entró la peste”.

En todo caso, digamos que hoy, ese asco que me producen no es uno “personal” (o sea subjetivo, relacionado con sujetos en particular) sino una repugnancia ideológica, porque ver a ciertos seres viles, a ciertas gentes soberbias (que diría don Quijote) presas de sus ridículas pasiones, me hace recapacitar sobre hechos generales de la naturaleza humana. Y entonces hago justo lo que no quiero, como con esta reflexión de hoy: ocupar un rato de mi tiempo, de mi precioso tiempo, pensando en cosas feas, sucias; cuando a lo que yo aspiro ya es a intentar pasar el máximo de mis horas y de mis propósitos y esfuerzos en la paz espiritual.

Ya solo quiero en mi vida estar rodeado de armonía, de belleza, de serenidad. No niego la realidad a mi alrededor, pero elijo la parte de esa realidad que quiero que me ampare. Igual que no niego que hubo un Auschwitz, ni que existen los vertederos, pero eso no significa que quiera transitar entornos de sobrecogedora sordidez, ni hacerme selfies a la entrada de las cámaras de gas ni al pie de un camión de la basura.

Así que dejo de recapacitar sobre cosas que poco me aportan, y sigo con actividades mentales y espirituales más satisfactorias, como mirar esta fotografía (con dos sendas: cada cual es libre de seguir una u otra) y leer los versos de Fujiwara no Shunzei (1114-1204):

“En mi cabaña humilde

pienso en el pasado; ¿vas,

cuco de la montaña,

a añadirle mis lágrimas

a la lluvia que cae?”.

domingo, 19 de mayo de 2024

Del narcisismo al estrés, ida y vuelta


Vi ayer (Amazon) el documental “Del estrés a la felicidad”. Recomendable, pero sobre todo por las insensateces que dice su director, Alejandro Grazia. Dándole la vuelta a sus observaciones como a un calcetín y luego completándolo con los comentarios de los monjes, budista y cristiano, y una doctora en neurociencia entrevistados, se acaban teniendo unas buenas “enseñanzas”, más bien, guías en la oscuridad.

El tema del documental es identificable sin duda ninguna por su título, así que voy simplemente a unos comentarios:

El director argentino interroga a sus invitados. Lo hace en el sentido más policiaco imaginable, imperativo, sin dejar acabar las frases a los que les pregunta, demostrando, eso sí, la gravedad de su enfermedad –estrés por narcisismo- y alguna cosa más, como que no se entera de nada. Porque no escucha. Se ve que no ha escuchado nunca en su vida. Salvo a sí mismo: Quod erat demonstrandum.

Por ejemplo, en seguida (sustituyendo con músicas melancólicas al uso, las líneas de un guion tal vez imposible para él,) saca a colación el tema de la “meditación” y el “mindfulness” (como están de moda), pero lo hace “buscando”. Lo hace como si ello fuera un algo que hacer, un instrumento, un bálsamo de Fierabrás para resolver su estrés. Y resolverlo rápido, que él está muy ocupado con su trabajo y una familia con dos hijos (dos, no catorce).

Sin entender que, precisamente, la meditación no es algo que hacer si no algo en lo que “no hacer”.

Así, como él busca soluciones y no vías a la solución, no escucha cuando le dicen que hay muchas maneras de pasar del estrés a la felicidad. Por ejemplo, un modo, sí, es la meditación, la indagación pasiva en la paz interior. Pero otra vía es a través de la compasión, la ayuda a los demás. Aunque claro, este joven de 39 años, solo entiende la lógica occidental colonizada hasta la extenuación por el individualismo capitalista; la lógica del hacer cosas, la de encontrar soluciones a través de hacer, no a través de dejar de hacerlas; y además, la única lógica aceptable, la de hacer cosas solo para él mismo, que es el centro de su propio problema y su universo, y el resto le da un poco/mucho igual.

De la segunda opción “pasa” olímpicamente. La de la solidaridad, la entrega, esa no le vale, por que es hacer cosas, sí, pero para los otros, que no le interesan. No es lo que él anhela. Sus preguntas son siempre en primera persona: “¿Por qué me ocurre esto?, ¿por qué funciona así mi cerebro?”.

Él busca soluciones, al modo como lo hacen los que no quieren esforzarse más allá de comprar lo que “resulte” fiable garantizado. Por eso, como digo, interrumpiendo constantemente a los que le hablan con serenidad y conocimiento (algo arcano e inalcanzable para él), va y les suelta perlas como: “ah, entonces, ¿estos mojes son expertos en solucionar esto?”.

Finalmente los monjes y la neurocientífica, cada uno a su manera, le tienen que explicar, que el camino es complejo y es uno que solo se puede recorrer con determinación y esfuerzo. No se trata de comprar la solución de un “coach” (como dice el interfecto).

Se dice en Japón que Daruma (del sánscrito “Bodhidharma”), fundador del zen, llevó una vida ascética al extremo. Estuvo sentado nueve años meditando sin moverse y todo el tiempo mirando a la pared. Hasta que perdió el uso de las piernas y se quedó ciego. Nunca cejó en su propósito. Diciéndose a sí mismo en los momentos de flaqueza, el “Nanakorobi-yaoki” (podrás caer siete veces, pero te levantarás ocho). En esos nueve años de meditación, el monje desarrolló la doctrina del Zen que disciplina el cuerpo y la mente hasta que los ojos ven aunque mirando nada.

Así, literalmente trascribo las palabras de los sabios en el documental: “… si tenemos la intención genuina de mejorar algunas cualidades y de salirnos de los estados mentales que crean sufrimiento en nosotros, y en los demás, (esto de “en los demás”, añado yo, es muy relevante porque el director solo habla de él, y el monje budista siempre habla de uno mismo y de los otros), debemos hacerlo con determinación y esfuerzo. Si fuera fácil, todas estas cosas se resumirían en algo como “cinco puntos para ser feliz en 15 días” y eso es imposible. Esto no funciona así. Si uno se siente mejor con eso, es posible que se esté auto engañando; si es demasiado fácil es que no ha habido cambio; el cambio real necesita un entrenamiento, como un atleta o un buen músico; no existe alguien que pueda tocar bien un instrumento inmediatamente, no funciona así, no existe. Si vemos algo así, debe estar pregrabado, no es real. Lo verdadero viene con el tiempo, la práctica, el esfuerzo, la determinación y la alegría. Porque lleve tiempo no significa que tenga que ser algo aburrido o tedioso…”.

O sea, eso exactamente. Alcanzar la felicidad (la de cada uno), es un proceso y hay que disfrutarlo, se demore lo que se demore.  Pero tengo la impresión de que el tipo ese del documental no piensa en el proceso, quiere la solución y la quiere ya. Pagar por que le solucionen sus problemas y desentenderse. Pura contemporaneidad.

Pues… Ten salud, que decía Séneca.


lunes, 27 de marzo de 2023

En todo hay poesía. No todo es poesía


En todo hay poesía. Pero no, no todo es poesía.

Para encontrar la poesía inadvertida que pueda albergar cualquier cosa, hay que tener talento o sensibilidad. O, mejor, ambas cosas. Y este texto de la foto no, no es una poesía.

Teresita Fernández, poeta cubana, escribió una canción sobre una palangana vieja, sobre una botella rota. En sus versos sí había poesía. Pero en este "texto" de William González no, no hay poesía. Por no haber, ni siquiera hay literatura. ¿Redacción escolar? ¿Diario adolescente? Pues eso tal vez. Además de su poco de engreimiento de quien habla de tú a Rubén Darío sin despeinarse.

Y, hablando de "tal vez", tal vez en su premiado libro haya poemas de verdad, mejores o peores, pero auténticos poemas. No lo sé (hago mea culpa, no he leído el libro entero), aunque si alguien ha elegido de muestra justo este botón, mi esperanza, digamos, que se arruga. Cierto es, yo ya estoy algo viejo y me arrugo por casi todo.

Pero lo leeré, porque si es un libro homenaje a los migrantes, como asegura el anuncio, yo me digo: ¡albricias!, seguro que tendrá entonces algún verso que se acerque sin titubeos al poema "Peregrino", de Luis Cernuda, dado que ha ganado el premio Hiperion, y no las justas poéticas de Villamerite del Páramo. Deseando estoy leer todo el libro y encontrar algo como aquel "¿Volver?, vuelva el que tenga...", escrito por un Poeta con toda su mayúscula, migrante hasta el tuétano, expulsado de su patria por una guerra incivil cainita y vengativa.

En fin, en realidad, lo que siente mi corazón contrito con este enésimo ejemplo de la lírica contemporánea, del canon poético triunfante, es que me queda definitivamente confirmado: esta poesía ha tocado fondo, yace en el estercolero de la estupidez complaciente y la rampante mediocridad. Sólo en el planeta "Todo Vale" de esta galaxia, a esto lo llamarían un poema.

De modo que si ahora resulta que habitamos ese planeta, yo me exilio sin pena ni deseo alguno de regreso, ya digo, murmurándome las palabras de Cernuda: 

¿Volver? Vuelva el que tenga,

tras largos años, tras un largo viaje,

cansancio del camino y la codicia

de su tierra, su casa, sus amigos,

del amor que al regreso fiel le espere. 


Mas, ¿tú? ¿Volver? Regresar no piensas,

sino seguir libre adelante,

disponible por siempre, mozo o viejo,

sin hijo que te busque, como a Ulises,

sin Ítaca que aguarde y sin Penélope. 


Sigue, sigue adelante y no regreses,

fiel hasta el fin del camino y tu vida,

No eches de menos un destino más fácil,

tus pies sobre la tierra antes no hollada,

tus ojos frente a lo antes nunca visto.

viernes, 16 de diciembre de 2022

Usar y tirar


Esta nueva inútil reflexión de las mías, me viene hoy al enterarme de que a un buen amigo su novia, después de un par de años de relación, le ha dejado mandándole un guasap. Llevaban unas semanas separados porque él se había adelantado a ella yendo a vivir a otro país. Y ella se había quedado en el suyo, muy cercano, esperando el pronto momento de mudarse. Al parecer las incomodidades han pesado más que otra cosa. Incomodidades, digo, ni siquiera dificultades. Qué pereza se debió decir la muchacha, con la cantidad de oferta que en el mundo hay, perder más días de mi preciada indispensable existencia. Que te den. A por otro.

Pero esto, que no deja de ser una triste peripecia individual, tiene para mí unas connotaciones que señalan el signo de los tiempos.

Los tiempos de la (in)cultura del usar y tirar (más bien del “estrenar” y tirar), que ha acabado por permear más allá del puro consumismo de productos y servicios para protagonizar, en una amplia mayoría de gente, los nuevos modos sin modales de las relaciones humanas contemporáneas.

Ahora, me temo, los más se esfuerzan lo menos. Y a la primera de cambio, eso, tiran lo que tienen para estrenar algo distinto. Pero esto es algo que solo se puede hacer en la sociedad de la sobreabundancia en que existimos. Sobreabundancia de todo: coches, camisas, alimentos, espectáculos. Personas.

Personas. Ello facilitado, claro, por las tecnologías actuales para encontrar pareja “sin esfuerzo”, en catálogos de carne al por mayor donde un algoritmo suple las veces del acercamiento, el tonteo, el embelesamiento, el intercambio de intenciones, de regalos, las galanterías.

Ahora prima la productividad, el no “perder” el tiempo (así lo ven quienes no conciben disfrutarlo). Todo es la “retribución” asegurada e inmediata. Las relaciones a través de las redes sociales (Tinder y similares) han acabado con la seducción, la persuasión, la sugestión. Hombres y mujeres parece que hoy quieren tener una relación, no ganarla. Qué pereza y cuánto riesgo de dilapidar su preciado tiempo y su más preciado dinero sin recibir nada a cambio. Si después de la primera cita que les ha conseguido el urbi et orbi infalible algoritmo la cosa no funciona, pues bueno, no pasa nada, por lo menos se lo han llevado calentito ese día y abur. Hasta nunca jamás. Perder un día no es una catástrofe. Dos, sí. Vuelta a darle a la búsqueda en la app.

Capitalismo llevado a las relaciones afectivas personales. Sustitución de la seducción, que es un proceso, por la consecución, la culminación, la cuenta de resultados, que es una meta sin recorrido previo. Humanos como molinetes, girando a solas, movidos por un solo, un único viento, pero creyéndose extraordinarios y simpares cada uno de ellos.

Y es que demasiada gente vive hoy inmersa en la falsa fe, la apócrifa creencia de que somos dueños de todo porque todo lo podemos alcanzar con un solo clic. Clic, y tengo acceso a toda la música del planeta. Clic, y me descargo más libros de los que podría leer en un millón de vidas (y eso “si” leyera). Otro clic, y se me ofrecen miles de hombres y mujeres con los que hacer “match”.

Las personas han terminado por pretenderse infinitas, ubicuas, eternas, poderosas y millonarias, pues ser millonario es creer que todo lo puedes tener. Porque sí, porque tú lo vales. Porque te corresponde. Aunque no te lo hayas ganado.

Y sin embargo, catálogos de decencia, de dignidad, de empatía, de responsabilidad no parecen encontrarse. Así que lo que yo a menudo veo es un vacío abrumador detrás de tanta supuesta comunicación de redes sociales. Ya lo dijo (¡hace 50 años!) Jean Baudrillard: “El contacto por el contacto se convierte en una especie de autoseducción vacía del lenguaje cuando ya no hay nada que decir”.

El problema es que demasiados no tienen nada que decir, ni ganas de tener algo que decir. Solo quieren usar, disfrutar, dilapidar, pasar de una cosa a otra creyéndose así demiurgos. Y lo son, demiurgos, pero del vacío.

© Jaime Alejandre, 2021 y 2022, fotografía: Península de Izu, Japón; vídeo: Sinan-gu, Corea del Sur.

domingo, 14 de agosto de 2022

Hartazgos

Vivimos en la Era de los Lugares Comunes. Seguramente porque prima el adoctrinamiento dogmático y no la reflexión individual. Para lo primero no hace falta esfuerzo alguno; y para lo segundo se supone que hay que estudiar, contradecirse, contrastar, aplicarse a uno mismo el espíritu crítico, no aceptar sin más lo más extendido en busca de la aceptación…

Sí, vivimos en la Era de los Lugares Comunes. Y así nos va. Porque en los Lugares Comunes nadie es él mismo. Y esa es la única gesta indispensable de un ser humano: llegar a ser él mismo; no lo que se espera de uno cualquiera; no aspirar apenas a ser ese clon bienvenido por los gregarios de la tribu.

Viene esto hoy a la última moda que ocupa el espacio de los debates de no muy sofisticado nivel. La moda de que el aburrimiento es bueno.

“El aburrimiento es bueno, es justo y necesario, es nuestro deber y salvación”. De primeras el aserto parece más una estrategia de marketing que otra cosa. Por eso titulo a esta columna “Hartazgo”, por el agotamiento que produce todo esto de inventarse debates falsamente profundos con el solo propósito de vender los enésimos libros de autoayuda, pero nunca algo concienzudo.

En fin. El aburrimiento es bueno. Así, sin más, porque sí.

Pero no, el aburrimiento no es bueno. El descanso sí lo es. Y lo perturbador, lo enfermizo y enfermador es la “hiperactividad”. Cuyo antónimo no es el aburrimiento sino la serenidad, la profundidad, el goce consciente.

Esa hiperactividad, recordemos, no hace sino seguir las sendas de la tecnología. Una tecnología que, como todas, ha transformado nuestra psique, nuestra percepción de la realidad. Así, esta tecnología y su seña de identidad característica, la hiperactividad, se impone promoviendo el conocimiento somero, el de superficie y no el de inmersión. Eso es lo abominable. Porque para ahondarse en las profundidades se precisa de un esfuerzo especial, capacidad de apnea, tenacidad. Para lo otro, lo de surfear las aguas someras solo se necesita hacerse el muerto para flotar. Aburrirse, hacerse el muerto.

Insisto, la reivindicación del aburrimiento es simplemente una “boutade”. Decía mi padre, acertadamente, que solo se aburren los tontos. Pero a ver si al final del ilógico camino de la aclamación del aburrimiento, lo que se esconde es precisamente el deseo de la inacción ciudadana, del rechazo de la reflexión, de que seamos todos tontos. Y dóciles.

Un poco de pereza está bien, sí, pero aburrirse como sinónimo de pasar seis horas tirado igual que una longaniza en el sofá sin “hacer” nada, eso no. Estar unos días en la playa tomando el sol, dormitando y recargando vitamina D, eso está bien, pero no hacerlo las 16 horas de luz que hay en el día, ni treinta días seguidos.

Reclamar el derecho al aburrimiento como un no hacer nada es una cretinez. De lo que se trata es de que ese “hacer” no sea el contemporáneo “hacerlo todo y ya y a la vez y sin parar y a la carrera y con ansia”, como si solo la actividad frenética del usar y tirar nos hiciera creer que vivimos con plenitud: Mirar feisbuk y a la vez instagram, jugar a alienantes marcianitos en el móvil, mandar setenta guasaps, rebotar veinte chistes, consultar carteleras, noticias, ir al gimnasio, apuntarnos a un coro, hacer macramé… Todo ello sin un momento de serenidad, eso es lo malo. Tanto como el aburrimiento per sé.

Pero estar recostados pensando, o simplemente recordando. O estar recostados leyendo, o viendo una película. Eso no es ejercer el aburrimiento. Es justo lo contrario. Aunque, como somos presa de las modas, pues ahora hay que dar el aburrimiento por bueno, sin definirlo, eso sí.

Observar un paisaje concentrándonos en hacerlo, sin estar pendientes de nada más. Esa es la vía. Escuchar con atención espiritual una música, no como mero ruidito de fondo. El segundo movimiento, lento assai, de la Sinfonía número 17 en sol menor, Opus 41, de Nikolái Miaskovski, por ejemplo (https://www.youtube.com/watch?v=DuETzLXyCOU). Esta obra precisa huir de la dispersión, demanda una atención única para disfrutarla en toda su profundidad. No vale estar leyendo al mismo tiempo, o haciendo un crucigrama o jugando con los niños.

 

En fin, rematando mi diatriba contra el aburrimiento adulto vaya esta otra reflexión a la luz de la famosa fábula de la cigarra y la hormiga: Si por antónimo de la hormiga imaginamos el aburrimiento inactivo, el invertir nuestro tiempo durante horas y horas en ser apenas trozos inanimados de carne, erramos. El antónimo de la hormiga es la cigarra, pero con su guitarra, sus versos y sus cantos.

Y ahora, miremos con un poco más de profundidad todavía, y comprendamos que cigarra y hormiga no son solo opuestos, son complementarios. No olviden aquellos que reivindican el aburrimiento adocenado, que para que haya una cigarra que pueda cantarnos bellas tonadas en el otoño, hay millones de hormigas que siembran la tierra en verano. Y luego en invierno ahorran para los otros los frutos y el amparo. Aquellas cigarras parásitas que pretenden vivir del cuento no son el modelo a seguir. En especial aquellas cigarras escritoras que se autodenominan malditos y cuyos cuentos además son malos, vulgares, y mediocres con ganas.

 

Y ahora, para acabar, me meto en el jardín de una componente especial de esta moda del aburrirse. La que se enfoca en los niños. Pero un niño sano jamás se aburrirá. Aunque no “haga nada”. Su imaginación andará por el espacio galáctico más remoto, por las praderas de los pieles rojas, por las calles de Gotham…

Pero lo que ocurre es que a algunos (padres) se les ha ido de la mano su propia medicina. Hemos metido a nuestros hijos en cien actividades extraescolares 24 horas al día 7 días a la semana: equitación, tenis, grupo de superdotados, clarinete, pintura expresionista… Y ahora nos tiramos de los pelos porque son hiperactivos.

Pero no dejemos de maliciarnos que unos han conducido a sus hijos al matadero de la hiperactividad proyectando en ellos su propia insatisfacción y frustración. Él, que en su triste adolescencia no pudo hacer escalada, estudiar idiomas, viajar al Amazonas, se lo endilga, sí o sí, a sus hijos, para cumplir en ellos sus expectativas insatisfechas.

Otros, no los menos, enrolan a sus hijos en mil desventuras, pero solo para librarse de la pesadez de estar pendientes de esos hijos fastidiosos, esos hijos que ocupan todo el volumen en el que se encuentran, como hacen los gases. Y entonces no dejan respirar a sus padres, con la cantidad de cosas que esos padres quieren hacer ahora: ligar, golfear (en sus dos acepciones), escribir una novela, viajar al Nepal. Que se encargue de los niños el mercado.

Pero porque uno tenga esas taras no es lícito buscar ahora la solución a los problemas creados imponiendo el aburrimiento a los niños. Mejor habrá que implicarse y enseñarles a ser conscientes de lo que hacen y del valor de lo que hacen, siendo como son miembros de un muy reducido club de privilegiados de este ancho mundo (donde otros no pueden permitirse el lujo de aburrirse porque con siete años tienen que ir a trabajar). Enseñarles a los niños a que no salten de una cosa a otra rozando solo la superficie. Enseñarles que los misterios que toda realidad atesora, siempre están en sus profundidades. Como las famosas llaves. En el fondo del mar, Matarile, rile, rile.

Sí, no olvidemos que buena parte de los adversos comportamientos de nuestros infantes los hemos causado nosotros. Nuestra es la responsabilidad. Si a un niño de ocho años le pones en las manos un móvil y le dejas abrirse un perfil en una red social y a solas descubre las características de la tecnología: ubicuidad, multitarea, inmediatez, acceso a lo oculto. ¿Cómo quieres que luego se desintoxique de la frustración de no tenerlo todo ya y siempre? ¿Mandándole a aburrirse a un rincón?

Bueno, cuelgo ya. Perdón sé que me he extendido mucho más de lo que corresponde a la literatura de las redes sociales. Pero es que me aburría hoy y me ha dado por esto…


sábado, 16 de julio de 2022

Rómulo Augústulo se despereza


Rómulo Augústulo no podía saber que sería el último emperador romano. Sus súbditos también se levantaban cada mañana ufanos disfrutando aquello de creerse la superpotencia del mundo. Somos los líderes del universo, se decían con orgullo unos a otros, mientras los que no eran pobres de solemnidad iban a comprar verduras al macellum. Pocos parecían saber que los últimos emperadores no habían sido sino marionetas de algunos señores de la guerra. Y tampoco les afectaba gran cosa el caos, los asesinatos en todas las esquinas, los desmanes de cualquiera, la impunidad reinante ante la inacción y la atonía de los encargados de ejercer el poder y mantener la ley y el orden en la ciudad eterna y en el imperio todo, entretenidos como estaban en hacerse ricos pronto. 4.368 muertos en las reyertas no era nada.

Unánimes rostros de sorpresa se reflejaron en todos los romanos de Occidente cuando Odoacro les informó, en incomprensible lengua bárbara, que ya no eran el imperio del mundo, que hacía muchos años que ya no lo eran, aunque no se hubieran dado por enterados.

(Continuará).

Joe Baiden no podía saber que sería el último presidente americano. Sus ciudadanos también se levantaban cada mañana ufanos disfrutando aquello de creerse la superpotencia del mundo. Somos los líderes del universo, se decían con orgullo unos a otros, mientras los que no eran pobres de solemnidad iban a comprar bonos basura a Wall Street. Pocos parecían saber, querer saber, que los últimos presidentes no habían sido sino marionetas de los dueños de la industria de armamento. Y tampoco les afectaba gran cosa el caos, los asesinatos en todas las esquinas, los desmanes de cualquiera, la impunidad imperante ante la inacción y la atonía de los encargados de ejercer el poder y mantener la ley y el orden, en la ciudad eterna y en el imperio todo, entretenidos como estaban en hacerse ricos lo antes posible. 4.368 niños asesinados a tiros en sus escuelas no eran nada, ni siquiera colaterales efectos. Nada.

Unánimes rostros de sorpresa se reflejaron en todos los yanquees de Occidente cuando Xi Jinping, en impecable chino mandarín, les informó que ya no eran el imperio del mundo, que hacía muchos años que ya no lo eran, aunque no se hubieran dado por enterados.

(Acabada la ficción hágase la realidad: El “Museo de los Niños de la Asociación Nacional del Rifle” en USA, se trata de una flota de 52 autobuses escolares amarillos, con 4.368 asientos vacíos que representan a los niños víctimas de matanzas reales en los últimos años en el país líder del mundo, y del Imperio Romano).



viernes, 1 de julio de 2022

Big Data sea, te alabamos Señor


En épocas de naufragio espiritual se suceden los dioses unos a otros vertiginosamente. Así, la última deidad moderna se llama Big Data. Hijo de Internet, ha expulsado a su padre de lo más alto del Olimpo. Ahora todo parece regirlo el Big Data y sus apóstoles, en esta religión llamados Algoritmos. Son ellos infalibles. Y únicos en su infalibilidad.

Como toda religión única, revelada y que se autoconsidera la Verdadera, ha desterrado al exilio a cualesquiera apóstatas, convertidos de la noche a la mañana en herejes que merecen, sino la muerte, sí el ostracismo.

Así ha caído en el infinito descrédito la intuición. Pero con echar un vistazo a la Historia de la Humanidad se constata la intuición ha acertado y acierta infinidad de veces. Y normalmente en las circunstancias más extremas y necesarias de los conflictos del hombre. Además lo hace con pocos “datos” porque la intuición de algunos puede que no sea capaz de sumas imposibles, pero sí lo es de conjugar sin reglas, leyes ni hojas de cálculo, una semántica no solo de unos y de ceros, una semántica en la que se entremezclan recuerdos, experiencias, percepciones y emociones, consejos, contradicciones, mentiras transitorias o piadosas y visiones. Todo aquello que no puede contenerse en cifras y algoritmos.

Porque sí, un algoritmo te dirá que las pamemas que suelta un “influencer” en sus diez segundos de vídeo colgados en una red social son la Verdad porque ha sumado en un nanosegundo que lo han visto exactamente 7.078.645 personas. Además, el apóstol Algoritmo es capaz de decirte a qué hora lo ha hecho cada uno, combinarlo con lo que se come a esas horas concretas en los restaurante de comida rápida cercanos y acabar por deducir que el próximo otoño se llevará el color verde. Claro que solo por decir “en otoño se llevará lo verde”, ya muchos millones de aburridos iletrados lo rebotarán en sus propios comentarios en el mundo del eco infinito que es Internet, y al final el verde será el color de moda este noviembre. Profecía autocumplida.

Pero en el universo de la mediocridad es natural que el ídolo supremo al que adorar sea el más simple, el que se limita a numerar hasta la náusea, no aquel que te sorprende en las inconsistencias y contradicciones del ser humano. Las mentes que confunden la rapidez de cálculo o la capacidad de sumar infinitas series de números en matrices inabarcables pueden entonces fingirse a sí mismos que dirigen el rumbo de los hombres, y hacerlo de verdad, con  la colaboración necesaria de comerciantes sin escrúpulos.

Pero cuanto menos tienes que pensar más fácil es dedicar maquinalmente tus habilidades mentales a ejercitar operaciones de sumatorios. Porque para sumar hay que tener una destreza, no capacidad de comprensión. No es lo mismo ser listo que inteligente, decía mi padre. Y hoy hay demasiados listos que no dejan brillar a los inteligentes, a los sensibles, a los intuitivos.

Y ahora, hablando de sensibilidad y de emoción: pensemos. Si un “poema” puede escribirlo hoy cualquiera de la caterva de marwanes que la tierra invade, ¡como para que no pueda hacerlo una máquina! Pero el Quijote no hay artefacto que lo escriba; y los quince versos del poema (poema sin entrecomillado irónico) Peregrino de Cernuda no estarán jamás al alcance de una retahíla de bits.

En todo caso, es batalla perdida. El talento de aquellos verdaderos profetas sin tierra que con sus intuiciones llevan fogonazos de iluminación a las remotas oscuridades humanas, están proscritos, nadie los atiende, todo el mundo los desprecia y se mofa de ellos mientras inclinan la testuz y, rodilla en tierra, alaban y adoran a la máquina que les dice que la próxima película que les va a gustar es la que tiene el mismo happy end de un millón de millones de filmes anteriores.

Citaba más arriba la palabra pamema, que significa “hecho o dicho fútil y de poca entidad, a que se ha querido dar importancia”. Pues ese milagro no algorítmico que es el Diccionario de la RAE añade que su etimología proviene de la mezcla de “pamplina y memo”.

Ni en un millón de años, de cálculos y de metaversos podrían el dios Big Data o sus algorítmicos apóstoles dar a luz algo ni muy lejanamente parecido a la palabra pamema.

 (Fotografía, HAL9000, fotograma de la película “2001, una odisea del espacio”)