You can fool all the people some of the time, and some of the people all the time,
but you cannot fool all the people all the time.
(Abraham Lincoln)

domingo, 14 de agosto de 2022

Hartazgos

Vivimos en la Era de los Lugares Comunes. Seguramente porque prima el adoctrinamiento dogmático y no la reflexión individual. Para lo primero no hace falta esfuerzo alguno; y para lo segundo se supone que hay que estudiar, contradecirse, contrastar, aplicarse a uno mismo el espíritu crítico, no aceptar sin más lo más extendido en busca de la aceptación…

Sí, vivimos en la Era de los Lugares Comunes. Y así nos va. Porque en los Lugares Comunes nadie es él mismo. Y esa es la única gesta indispensable de un ser humano: llegar a ser él mismo; no lo que se espera de uno cualquiera; no aspirar apenas a ser ese clon bienvenido por los gregarios de la tribu.

Viene esto hoy a la última moda que ocupa el espacio de los debates de no muy sofisticado nivel. La moda de que el aburrimiento es bueno.

“El aburrimiento es bueno, es justo y necesario, es nuestro deber y salvación”. De primeras el aserto parece más una estrategia de marketing que otra cosa. Por eso titulo a esta columna “Hartazgo”, por el agotamiento que produce todo esto de inventarse debates falsamente profundos con el solo propósito de vender los enésimos libros de autoayuda, pero nunca algo concienzudo.

En fin. El aburrimiento es bueno. Así, sin más, porque sí.

Pero no, el aburrimiento no es bueno. El descanso sí lo es. Y lo perturbador, lo enfermizo y enfermador es la “hiperactividad”. Cuyo antónimo no es el aburrimiento sino la serenidad, la profundidad, el goce consciente.

Esa hiperactividad, recordemos, no hace sino seguir las sendas de la tecnología. Una tecnología que, como todas, ha transformado nuestra psique, nuestra percepción de la realidad. Así, esta tecnología y su seña de identidad característica, la hiperactividad, se impone promoviendo el conocimiento somero, el de superficie y no el de inmersión. Eso es lo abominable. Porque para ahondarse en las profundidades se precisa de un esfuerzo especial, capacidad de apnea, tenacidad. Para lo otro, lo de surfear las aguas someras solo se necesita hacerse el muerto para flotar. Aburrirse, hacerse el muerto.

Insisto, la reivindicación del aburrimiento es simplemente una “boutade”. Decía mi padre, acertadamente, que solo se aburren los tontos. Pero a ver si al final del ilógico camino de la aclamación del aburrimiento, lo que se esconde es precisamente el deseo de la inacción ciudadana, del rechazo de la reflexión, de que seamos todos tontos. Y dóciles.

Un poco de pereza está bien, sí, pero aburrirse como sinónimo de pasar seis horas tirado igual que una longaniza en el sofá sin “hacer” nada, eso no. Estar unos días en la playa tomando el sol, dormitando y recargando vitamina D, eso está bien, pero no hacerlo las 16 horas de luz que hay en el día, ni treinta días seguidos.

Reclamar el derecho al aburrimiento como un no hacer nada es una cretinez. De lo que se trata es de que ese “hacer” no sea el contemporáneo “hacerlo todo y ya y a la vez y sin parar y a la carrera y con ansia”, como si solo la actividad frenética del usar y tirar nos hiciera creer que vivimos con plenitud: Mirar feisbuk y a la vez instagram, jugar a alienantes marcianitos en el móvil, mandar setenta guasaps, rebotar veinte chistes, consultar carteleras, noticias, ir al gimnasio, apuntarnos a un coro, hacer macramé… Todo ello sin un momento de serenidad, eso es lo malo. Tanto como el aburrimiento per sé.

Pero estar recostados pensando, o simplemente recordando. O estar recostados leyendo, o viendo una película. Eso no es ejercer el aburrimiento. Es justo lo contrario. Aunque, como somos presa de las modas, pues ahora hay que dar el aburrimiento por bueno, sin definirlo, eso sí.

Observar un paisaje concentrándonos en hacerlo, sin estar pendientes de nada más. Esa es la vía. Escuchar con atención espiritual una música, no como mero ruidito de fondo. El segundo movimiento, lento assai, de la Sinfonía número 17 en sol menor, Opus 41, de Nikolái Miaskovski, por ejemplo (https://www.youtube.com/watch?v=DuETzLXyCOU). Esta obra precisa huir de la dispersión, demanda una atención única para disfrutarla en toda su profundidad. No vale estar leyendo al mismo tiempo, o haciendo un crucigrama o jugando con los niños.

 

En fin, rematando mi diatriba contra el aburrimiento adulto vaya esta otra reflexión a la luz de la famosa fábula de la cigarra y la hormiga: Si por antónimo de la hormiga imaginamos el aburrimiento inactivo, el invertir nuestro tiempo durante horas y horas en ser apenas trozos inanimados de carne, erramos. El antónimo de la hormiga es la cigarra, pero con su guitarra, sus versos y sus cantos.

Y ahora, miremos con un poco más de profundidad todavía, y comprendamos que cigarra y hormiga no son solo opuestos, son complementarios. No olviden aquellos que reivindican el aburrimiento adocenado, que para que haya una cigarra que pueda cantarnos bellas tonadas en el otoño, hay millones de hormigas que siembran la tierra en verano. Y luego en invierno ahorran para los otros los frutos y el amparo. Aquellas cigarras parásitas que pretenden vivir del cuento no son el modelo a seguir. En especial aquellas cigarras escritoras que se autodenominan malditos y cuyos cuentos además son malos, vulgares, y mediocres con ganas.

 

Y ahora, para acabar, me meto en el jardín de una componente especial de esta moda del aburrirse. La que se enfoca en los niños. Pero un niño sano jamás se aburrirá. Aunque no “haga nada”. Su imaginación andará por el espacio galáctico más remoto, por las praderas de los pieles rojas, por las calles de Gotham…

Pero lo que ocurre es que a algunos (padres) se les ha ido de la mano su propia medicina. Hemos metido a nuestros hijos en cien actividades extraescolares 24 horas al día 7 días a la semana: equitación, tenis, grupo de superdotados, clarinete, pintura expresionista… Y ahora nos tiramos de los pelos porque son hiperactivos.

Pero no dejemos de maliciarnos que unos han conducido a sus hijos al matadero de la hiperactividad proyectando en ellos su propia insatisfacción y frustración. Él, que en su triste adolescencia no pudo hacer escalada, estudiar idiomas, viajar al Amazonas, se lo endilga, sí o sí, a sus hijos, para cumplir en ellos sus expectativas insatisfechas.

Otros, no los menos, enrolan a sus hijos en mil desventuras, pero solo para librarse de la pesadez de estar pendientes de esos hijos fastidiosos, esos hijos que ocupan todo el volumen en el que se encuentran, como hacen los gases. Y entonces no dejan respirar a sus padres, con la cantidad de cosas que esos padres quieren hacer ahora: ligar, golfear (en sus dos acepciones), escribir una novela, viajar al Nepal. Que se encargue de los niños el mercado.

Pero porque uno tenga esas taras no es lícito buscar ahora la solución a los problemas creados imponiendo el aburrimiento a los niños. Mejor habrá que implicarse y enseñarles a ser conscientes de lo que hacen y del valor de lo que hacen, siendo como son miembros de un muy reducido club de privilegiados de este ancho mundo (donde otros no pueden permitirse el lujo de aburrirse porque con siete años tienen que ir a trabajar). Enseñarles a los niños a que no salten de una cosa a otra rozando solo la superficie. Enseñarles que los misterios que toda realidad atesora, siempre están en sus profundidades. Como las famosas llaves. En el fondo del mar, Matarile, rile, rile.

Sí, no olvidemos que buena parte de los adversos comportamientos de nuestros infantes los hemos causado nosotros. Nuestra es la responsabilidad. Si a un niño de ocho años le pones en las manos un móvil y le dejas abrirse un perfil en una red social y a solas descubre las características de la tecnología: ubicuidad, multitarea, inmediatez, acceso a lo oculto. ¿Cómo quieres que luego se desintoxique de la frustración de no tenerlo todo ya y siempre? ¿Mandándole a aburrirse a un rincón?

Bueno, cuelgo ya. Perdón sé que me he extendido mucho más de lo que corresponde a la literatura de las redes sociales. Pero es que me aburría hoy y me ha dado por esto…


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