You can fool all the people some of the time, and some of the people all the time,
but you cannot fool all the people all the time.
(Abraham Lincoln)

martes, 5 de junio de 2012

Tecnología “limpia” y guerra “humanitaria”

En plena semana de la celebración del Día de la Fuerzas Armadas nos “ataca” una noticia de esas que intentan pasar de puntillas aprovechando el tsunami financiero que arrasa las “Europas”. Europas, sí, que mucho me temo que ya no hay una sola.
Según la prensa, el Presidente de Estados Unidos de Norteamérica dirige personalmente las últimas guerras de aquel país. Se refiere a guerras que (otra vez) no han sido declaradas, algo que poco sorprende cuando desde hace once años las más elementales reglas del Derecho Internacional contemporáneo han sido secuestradas.
Estas guerras se libran en Yemen, Somalia y Pakistán. Y no combaten en ellas soldados sino “drones”, aviones no tripulados. Objetivos de estos ataques “preventivos” –sin mediar delito previo- son presuntos dirigentes y militantes de grupos terroristas sometidos a ejecuciones extrajudiciales sin  mayores problemas de conciencia. Se presenta, al parecer, al Presidente, la lista de los precondenados a muerte por el Pentágono. Y al ser localizados él puede autorizar la acción. Para qué tomar prisioneros y guantanamizarlos pudiendo eliminarlos sin más. Miles, dicen.
Como tantas veces, una invención tecnológica de supuesto uso pacífico legítimo (aviones no tripulados para vigilancia, reconocimiento, seguridad o hasta control y combate de incendios) acaba convertida en un arma, un medio de destrucción de la vida y las obras humanas.
Valga pues hacer una reflexión de cuestiones tan importantes como la guerra ilegal al margen de la marea económica que abducidos nos tiene.
Muchos son los que desde el 11-S consideramos que el mundo se encuentra en una guerra permanente, aunque sus efectos no los veamos en nuestros primermundistas patios y jardines, porque eso, librarse lejos de nuestras naciones, es una de las características esenciales de este nuevo “arte” de la guerra del siglo XXI. Arte que mantiene algunas de sus peculiaridades seculares (búsqueda de una superioridad aplastante de la capacidad militar) combinada con nuevas singularidades (ostentación del dominio del desarrollo tecnológico para poder ejercer el “derecho de librar guerras sobre todo el planeta”, o sea, la guerra del mundo globalizado).
Pero por muy desarrolladas tecnológicamente y “selectivas” que sean esas armas, drones o cualesquiera otras, lo cierto es que igual que las armas de destrucción masiva (nuclear, biológica o química), o las armas “indiscriminadas” (minas antipersonal): no discriminan al combatiente de los civiles y por ello están prohibidas intrínsecamente (cuando no mediante un tratado internacional concreto como la Convención de Prohibición de Armas Químicas).
El asunto de la asepsia de la tecnología más avanzada aplicada a la guerra me recuerda algo que señalaban Toni Negri y Michael Hardt en su libro “Multitud” allá por 2004. En el episodio “Una muestra de Armagedón” de la serie Star Trek, la nave “Enterprise” es enviada en misión diplomática a dos planetas vecinos que llevan quinientos años de guerra entre sí. El capitán Kirk y el señor Spock son convenientemente teletransportados y se les informa de que los dos planetas están muy orgullosos por la manera tan civilizada que tienen de librar la guerra, ya que las batallas de esta eterna contienda se libran mediante programas de ordenadores que realizan juegos virtuales. Ello, les dicen, les ha permitido preservar su civilización. No obstante, cuando el simulador ha desarrollado la batalla, las bajas que los ordenadores establecen son designadas entre la población real y tales ciudadanos son desintegrados en pulcras máquinas ad hoc.
El capitán Kirk se escandaliza porque la brutalidad jamás puede ser civilizada y les espeta que la guerra debe implicar destrucción y horror porque tales son los únicos incentivos para ponerle fin y evitarla. Mientras que la guerra sin fin es la barbarie definitiva. Y esos dos planetas han caído en la guerra eterna porque la han convertido en algo “racional”, aséptico y tecnológico. La misión diplomática del “Enterprise” entonces destruye los ordenadores para que vuelva la guerra “real” como único modo de que los dos planetas vuelvan a las negociaciones y pongan fin en algún momento a la guerra.
En el fondo podemos hasta imaginar que aquellos dos planetas sean la metáfora de los imperios europeos que durante siglos estuvieron enfrentados en guerras sin fin hasta que el horror insuperable de la II Guerra Mundial dio a luz el mayor lapso de paz conocido, con la Unión Europea como garante.
Así es, la tecnología más avanzada, aplicada a la guerra buscando esa supuesta “limpieza”, nos enfrenta a complicadas contradicciones. Y el mundo de lo visual refuerza lo peor del asunto. La guerra “civilizada” e incorpórea se ha instalado en nuestro imaginario como algo asumible: las asépticas imágenes que aparecen en los telediarios como si de laboratorios se tratase; las películas y los videojuegos bélicos plagados de héroes (no superhéroes con sus superpoderes, sino hombres de carne y hueso) a los que las armas, las explosiones, la destrucción ni les rasguñan, saliendo siempre incólumes; y sobre todo guerras y devastación reales pero tan lejanas, no padecidas por nuestros ciudadanos (generaciones enteras de europeos no han vivido, deo gratias, una guerra por primera vez en la historia, y EEUU, salvo por los concretos ataques de Pearl Harbour y el 11-S, nunca han tenido una guerra de invasión) hacen que las batallas se vean casi como algo espectacular más que como la barbarie que supone.
Y por si fuera poco, tanto testimonio de continuas guerras lejanas nos está haciendo acostumbrarnos sicológicamente a su existencia.
Pero no podemos olvidar que la Guerra tradicionalmente ha sido un estado de excepción en el que hasta se llegaba a la contradicción de suspender la Constitución para salvaguardarla. Pero lo fundamental era que tal estado de excepción era “limitado”, si no en el ámbito espacial sí siempre en su extensión en el tiempo. Pero hoy está claro (veáse el ejemplo de los drones y de los dos mil conflictos activos que en el mundo hay) que ese estado de excepción se ha convertido en indefinido, tergiversando el antiguo adagio que decía que la guerra era la continuación de la política por otros medios. Hoy parece ser la política la continuación de la guerra por otros medios (Toni Negri). Y ello basado en otra trasgresión del derecho internacional en el que para el conflicto armado había que identificar al enemigo. Hoy el enemigo, la amenaza se ha “dessubjetivizado”, se ha difuminado para crear un estado de paranoia universal, de miedo paralizante que nos hace soportar (cuando no reclamar) las medidas de coerción que sean en aras de una sacrosanta seguridad amenazada ubicuamente y a todas horas. Ese enemigo ahora son conceptos abstractos como el “terrorismo” o el “narcotráfico”. Y en beneficio de su control prescindimos de nuestras libertades sin fecha de caducidad (Ley Patriótica USA que permite intromisiones atroces en la libertades individuales; deterioro de la privacidad de los ciudadanos en todo el mundo: agresivos controles aeroportuarios, ubicuidad de cámaras de vigilancia con un imposible control público, localizaciones GPS de móviles personales...). Lo que nos recuerda una constante histórica: el militarismo está íntimamente ligado a grupos industriales e intermediarios, profesionales en el lucro del horror.
Sin embargo, el desarme es parte del sistema ético inherente al ser humano desde la más remota antigüedad, aunque en realidad las normas de derecho internacional humanitario apenas tienen 150 años, cuando en la Declaración San Petersburgo de 1868 se acuñó el Principio de los males Superfluos y se confrontó el Derecho de Guerra al Derecho Humanitario. Y justo entonces por el miedo a que los avances tecnológicos (los nuevos descubrimientos de la industria química) fueran utilizados en el campo de batalla. Lo que ocurrió ya en la I Guerra Mundial en Ypres causando 100.000 muertos y más de un millón de heridos.
No obstante, la diplomacia y el derecho insistieron en el siglo XX en la primacía del derecho humanitario sobre las demandas militares “defensivas” y en la necesidad de abolir toda forma de crueldad.
Pero tristemente parece que hayamos entrado en una perversa “Máquina del Tiempo”, que vivamos un triste “Regreso al Futuro”. Sí, fue hace un siglo y pico cuando empezamos a dejar atrás el arcaico y medieval concepto del Ius ad bellum, el derecho al recurso de la guerra que, por supuesto, se basaba en el bellum iustum, la guerra justa. Justa según dictado del vencedor.
Hemos sido incapaces de abolir la guerra en todas sus formas, y de implantar el Ius pacis, que previene la guerra asegurando la paz (concepto que apenas existió en la realidad unos pocos años con la Agenda para la Paz de la ONU de 1992, como consecuencia del efímero optimismo del fin de la Guerra Fría), pero al menos hemos sid capaces de identificar el Ius in bello (el marco jurídico de la manera “humanitaria” de librar las guerras) con sus 3 reglas conducta: los civiles o inocentes no pueden jamás ser blanco de la Fuerzas Armadas; debe haber una absoluta proporcionalidad entre “beneficios” y “costes”, o sea, el uso de la fuerza y de armas deben ser proporcionados y contra blancos legítimos; y debe prohibirse todo uso de armas o métodos guerra inaceptables para la conciencia moral de la humanidad por su intrínseca perversidad. Caben aquí los drones utilizados para ajusticiar terroristas junto a las armas de destrucción masiva y las indiscriminadas.
Y no olvidemos, las contradicciones y dificultades de definir el terrorismo. Veamos el lodazal en el que podemos meternos. Tomemos tres condiciones generalmente aceptadas para definir a un grupo terrorista: aquel grupo armado que pretende derribar regímenes legítimos, que transgrede los Derechos Humanos y las leyes internacionales, y que justifica la violencia masiva y la individualizada (la tortura). Según Noam Chomsky, con esos requisitos, EEUU, aun siendo un gran promotor de la Democracia y los Derechos Humanos, sería un grupo terrorista (Guantánamo, ejecución sumaria de Bin Laden, drones, no aceptación del Tribunal Penal Internacional para sus soldados, no firma de los Convenios contra la Tortura o la prohibición de las minas antipersonal…).
En fin, la guerra antes era el último elemento del poder, y hoy parece que se ha convertido en el primero y con voluntad de ser el único.
Pero no debemos olvidar jamás, por sibilinas que sean las batallas que hoy  denigran nuestra humanidad (drones mediante), que hay guerras que son ilegales siempre; que es taxativa la prohibición de guerras de anticipación o preventivas en un mundo civilizado; que no podemos aceptar sin debate intelectual la supuesta presencia constante de “enemigos” y de una eterna “amenaza de desorden” utilizados subrepticiamente para legitimar la violencia de unos contra todos los demás; que el siglo XX, con sus luces y sus sombras, nos demostró que el uso de la fuerza exclusivamente se legitima para detener el genocidio, sólo cuando la solución no causa más dolor que la inacción y jamás otorgándose el derecho a cometer crímenes ni para acortar las guerras (véase Hiroshima y Nagasaki); que si tenemos dudas sobre la legitimidad del derecho de injerencia podemos aplicar la regla de que tal injerencia es legítima si tras la actuación y el cambio de situación que justificó la intervención, los Estados que han intervenido en ella no obtienen contrapartidas (por ejemplo concesiones petrolíferas); que defender la vida no es lo mismo que defender nuestro “estilo de vida”; que hay que preservar las libertades de todos los ciudadanos del mundo; que no hay mayor arma de destrucción masiva que el hambre y la ignorancia; que la limitación de la guerra es el único comienzo de la paz; y que una guerra no puede reemplazar y relegar todas nuestras “guerras”, como contra la pobreza, el odio, la explotación…
No hay en esto nada de utopía, buenismo o ingenuidad. En la Historia de la Humanidad siempre habrá alguien al pie del cañón (o del dron) para evitar que lo disparen. Ha habido y habrá siempre doctrinas cuya entereza moral y sus principios sean reivindicados por lo que Stephan Zweig llamó los eirenopoiesis, los creadores de paz: personas que harán que la justicia prevalezca sobre el poder, el ideal sobre la realidad, el porvenir sobre el pasado.

2 comentarios:

  1. Me quedo con la boca abierta. Gracias Jaime, como siempre, certero, lúcido, imprescindible

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  2. Creadores de paz. Solo un tarado verá en esto buenismo, ingenuidad o una de esas utopías a las que no pienso renunciar.

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