Ha tenido que llegarnos un renuente virus para que por fin avancemos,
algo decididamente, en la prohibición de los botellones. Como si lo peor del
asunto fuera mezclar las babas bebiendo a gollete. Y no el abuso de una
sustancia altamente tóxica.
Bienvenido sea hoy el control sobre los botellones, sí, aunque
el motor de la prohibición debería haberse producido hace mucho, contra el
propio uso y abuso de la bebida. Algo impensable, al parecer, pues qué se podía
esperar, antes de la era del Covid, de un mundo donde el alcohol era y es uno de
los principales dioses del olimpo contemporáneo. Y como con cualquier dios
habido, a él se le muestra una tolerancia, una condescendencia insultante.
¿Un ejemplito? Pongámonos constitucionalistas. La Carta Magna
de Estados Unidos de Norteamérica. Ahí es nada. Un texto fundamental para la democracia
y las libertades de todo el planeta. Un texto, además, vivo, que ha venido incorporando
en su historia Enmiendas del mayor calado político imaginable.
Veintisiete han sido las enmiendas aprobadas en la historia
de esta Constitución. Todas referidas a garantías judiciales, derechos o
libertades. La primera dedicada a la libertad de culto, de expresión, de
prensa, petición y de reunión. La controvertida segunda, sobre el derecho a
poseer armas. Y así las diez primeras, que conforman lo que se denomina la
Declaración de Derechos, son enmiendas que limitan explícitamente los poderes
del gobierno federal, protegiendo los derechos de las personas al evitar que el
Congreso restrinja ciertas libertades: autoinculpación, castigos crueles e
inusuales, derechos del acusado… A estas siguen otras enmiendas jurídica y
políticamente impecables: abolición de la esclavitud, sufragio racial, sufragio
femenino, incapacidades presidenciales…
Pues bien, la más bizarra y significativa de las enmiendas,
a los efectos hoy de este comentario mío, es la vigesimoprimera. Todas las
otras son “positivas”: establecen derechos o prohibiciones (por ejemplo limitar
mandatos al presidente), pero solo una lo que hace es enmendar a otra enmienda.
Dar marcha atrás. Es, como digo, la vigesimoprimera. Deroga la decimoctava, más
conocida como la “Ley Seca”. Cuando en 1917, el Congreso aprobó la prohibición
de la venta, importación, exportación, fabricación y el transporte de bebidas
alcohólicas en todo el territorio de Estados Unidos.
La causa era la insoportable degeneración social habida en
torno a la dipsomanía. Culminaba así la lucha iniciada por el Movimiento por la
Templanza en el siglo XIX. Corriente a la que se unieron diversos intelectuales
progresistas y liberales, así como líderes sindicales de izquierda, que
condenaban el consumo de alcohol como elemento provocador de atraso y pobreza
entre las masas de ciudadanos que empezaban a llenar las ciudades de EE.UU. Gravísimo
problema en toda la escala social, desde las élites financieras a los
trabajadores, cuyas repercusiones se hacían patentes especialmente en la
violencia en el hogar.
«Esta noche, un minuto después de las doce, nacerá una nueva
nación», declaró el senador Andrew Volstead, impulsor de la nueva norma, con
optimismo: “El demonio de la bebida hace testamento. Se inicia una era de ideas
claras y limpios modales. Los barrios bajos serán pronto cosa del pasado. Las
cárceles y correccionales quedarán vacíos; los transformaremos en graneros y fábricas.
Todos los hombres volverán a caminar erguidos, sonreirán todas las mujeres y
reirán todos los niños…”.
Sin embargo, una presión generalizada de intereses
comerciales y de adictos en las más altas esferas del poder, condujo a la
derogación apenas dieciséis años después.
Hoy la permisividad mundial con el alcohol no deja de causar
triste asombro.
¿Qué habríamos dicho si al acabar el confinamiento, las
redes sociales se hubieran llenado de parabienes y propósitos de celebración
común, no solo invitando abajar al bar a beber, sino para inyectarse un pico, esnifar
una raya o meterse un tripi?
Me argüirán algunos que no es lo mismo una cosa que otra,
pero sí. Al fin y al cabo, curiosamente ese predicado lo defienden tanto unos como
otros. Los que consumen cocaína dicen que es solo una rayita o dos los fines de
semana y que no hace “tanto” daño. Pero la destrucción invisible de neuronas,
dignidad y autoestima no conoce dosis inmune.
La cosa es que el Negacionismo es doctrina general en boga
en nuestros días. Y así, una legión de negacionistas refutan que la tierra sea
redonda, otros que la Teoría de la Evolución sea cierta frente al Creacionismo
y el Diseño Inteligente, y otros, en fin, niegan que el alcohol sea una lacra.
Hace unas semanas se publicó una noticia. Las internas en
una cárcel española se bebían el gel de manos contra el virus para
emborracharse. El botellón es más fuerte que la voluntad. Pero los raros son
los otros, siempre.
© foto la
tribuna de ciudad real
Genial artículo reflexivo.
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