¡No juzguéis!, dijo André Gide. También Jesús de Galilea,
metáfora “lapidaria” mediante.
No, ¡no juzguéis! No lo hagáis en ninguna polémica, ningún
debate moral o convivencial de los conflictos personales de los otros. En esos
nadie debe inmiscuirse de modo más complejo que cumpliendo este exhorto: ¡No
juzguéis!
Y, sin embargo, resulta que una de las señas de identidad de
nuestros tiempos de redes “suciales” es justo… perdón, es “precisamente”, esa trivialidad
y ligereza con la que los meros coincidentes de tales medios de comunicación se
permiten juzgar, ya sea por acción o por omisión, las razones o comportamientos
personales de otros.
Y lo peor de esta profusión de juicios no radica siquiera en
la rotundidad de las sentencias (injustas por su propia naturaleza) sino en que
éstas se dictan a priori, motivadas apenas en los “prejuicios”. Diáfana es la
etimología.
Lo que sucede en los prejuicios es que se toman sin
considerar las diferentes partes de un “caso”, las motivaciones profundas de
cada contraparte. Hay quien opta ab initio por aquel o aquella que más simpatía
anterior le causa, aquella persona que confirma sus propios sentimientos,
aquella con la que se considera miembro, confortado, tribu.
Cuando este tipo de personas hacen su toma de partido con desconocidos
no deja de ser brutal, pero cuando es un amigo, un colega o un conocido quien se
permite juzgar en una controversia personal, condenando a uno a la vez que
absuelve del proceso al otro, entonces se produce algo espeluznante.
Por eso, la virtuosa solución es la de aplicarse el no, ¡no
juzguéis! Callad. Callad los que vivís en la complacencia acomodaticia del que
no se preocupa por indagar; los vagos que solo dais por hecho las profecías auto
cumplidas a voluntad; los cobardes que ni siquiera osáis cuestionar, ni os
atrevéis a poner en duda la versión unívoca que os han entregado en bandeja de falseada
plata; los que el único motivo que encontráis para vuestra sentencia sin
apelación es que queréis verlo todo del modo que se ajuste a lo circunstancial,
políticamente correcto, a lo previsto.
Absteneos. Vosotros, los que toda vuestra capacidad de
discernimiento, apenas es la de confirmar lo que os satisface, haciéndolo sin
datos, o solo con los de la mitad de los implicados. Absteneos, reconoced que en
la sentencia que dictáis a otro lo que en realidad buscáis es “justicia” para vuestros
propios casos, ya prescritos.
Vosotros, los que así actuáis, lo hacéis, sabedlo, como
inquisidores. Inquisidores que buscan salvaguardarse en las conclusiones
generales prestablecidas. Sabed que sois perversos, no conocéis la virtud ni la
amistad, sois matarifes abúlicos que en los otros buscan la justificación de
sus propios errores. Esos errores vuestros a los que nunca tuvisteis el coraje
de plantar cara.
Dar valor de verdad absoluta, porque sí, al despechado, solo
por serlo; al vengativo porque por algo lo será; al dominado por las pasiones porque
“pobrecito él o ella”, mete en el mismo cajón de lo prescindible a quien sustenta
a estos y a ellos mismos. Y lo hace sin dejarse sanar por el beneficioso y
salvífico efecto que causa siempre la duda. En especial ante las certezas sin
fundamento que algunos respaldan por pura comodidad. Por simple solidaridad de
especie sin criterio. Miembros de rebaños dispuestos a defender lo indefendible
solo porque alguien es de los “suyos”. O de las “suyas”.
Parafraseando a Steven Pinker, recordad que la Ilustración
consiguió el gran avance de refutar la intuición, esa primitiva concepción de
algunos como vosotros de que las cosas acaecen por arcanas razones. De suerte
que, cuando algo malo sucede, decís con alivio que algún agente habrá “querido”
que pasen. Así que la tranquilidad os llega porque cuando alcanzáis a señalar a
uno como responsable de la desgracia, lo podéis castigar; y si no cabe que
señaléis a nadie en particular, podéis aún culpar a las “corrientes” sociales, las
que no se ajustan a lo esperado por la política corrección contingente vuestra;
si incluso no sois capaces de identificar a ningún mortal al que acusar, aún os
cabe recurrir a la caza de brujas. O por último a los dioses voluntaristas o
hasta a las fuerzas incorpóreas como el karma, el destino, la justicia cósmica
u otros garantes de vuestra intuición de que “todo sucede por una razón”.
Pero si aún os queda un mínimo resquicio de honorabilidad, recordad
a Gide y ¡no juzguéis! No, ¡no juzguéis!
No hay comentarios:
Publicar un comentario