Abundo en la reflexión sobre el dogma capitalista del
utilitarismo exclusivamente económico según el cual todo aquello que no es
“útil” en una cuenta de resultados, debe erradicarse, o como mínimo
subordinarse, en beneficio de lo que cumpla los axiomas de la eficiencia
monetarizable.
Hace muchos años ya Bertrand Russell recordaba que en EEUU
las comisiones de educación señalaban que ochocientas eran todas las palabras
que la mayor parte de la gente utilizaba en la correspondencia comercial. Las
comisiones proponían, en consecuencia, que se eliminaran del programa escolar
todas las demás palabras.
Obviaban, interesadamente por supuesto, que “la importancia del conocimiento no consiste
sólo en su utilidad práctica directa, sino también en el hecho de que estimula
una disposición mental… (que es) lo que necesita nuestra muy compleja sociedad
moderna para someter los dogmas a examen” (“Elogio de la ociosidad”, B.
Russell).
El libro de ensayos del filósofo británico está lleno de
ideas sugerentes y perturbadoras basadas en lo necesaria que es la ociosidad
contemplativa frente a la hiperactividad comercial para la que el progreso sólo
es tal si crecemos imparablemente, aunque no se sepa para qué podría servir ser
más grandes e “inflacionados”, cuando es más importante ser mejor que mayor.
En un mundo que considera el trabajo un “deber”, Russell
opina que ello hace que el hombre no reciba salarios proporcionados a lo que ha
producido sino a su “virtud”, entendiendo por esta su laboriosidad, de acuerdo
con la moral del Estado esclavista en el que los detentadores del poder inducen
a los demás a vivir para el interés de sus amos más que para su propio interés.
Así el capitalismo se ha valido de estos apriorismos
supuestamente éticos para tergiversar la realidad y aprovecharse de la
controversia en beneficio propio. Algo que se ve claramente en lo que concierne
a la jornada laboral.
Sabido es que la duración de la jornada laboral nada tiene
que ver en verdad, o muy poco, con la “productividad” del propio trabajador,
sino más claramente con la productividad que han aportado históricamente las
innovaciones tecnológicas.
En la primera mitad del siglo XX, la transición desde la
tecnología del vapor a la del petróleo y la electricidad aumentó la
productividad, y la jornada laboral pasó de 60 a 40 horas semanales
("Sociedad Digital", José B. Terceiro. Alianza Editorial, 1996). Aunque
ello con una férrea oposición del empresariado.
La misma oposición hubo cien años antes, a principios del
XIX, cuando la jornada normal de trabajo diario de un hombre era quince horas y
la de los niños doce horas. El incipiente socialismo se propuso cambiar las
leyes para rebajar esas esclavistas jornadas de trabajo. Los empresarios
adujeron que trabajar esas horas era beneficioso para la sociedad porque el
trabajo alejaba a los adultos de la bebida y a los niños del mal. Santos
varones que en ningún momento refirieron los intereses y las ganancias que ese
tipo de esclavitud legal les proporcionaba.
Hoy nada o muy poco ha cambiado a nivel ideológico: los
empresarios y el neoliberalismo insisten en aumentar las horas de trabajo
desoyendo el hecho de que el contemporáneo proceso de progreso tecnológico, el
del maquinismo generalizado y las nuevas tecnologías, ha incrementado la
productividad hasta niveles insospechados y que estamos sobreexplotando al
planeta y trasladando las antiguas desigualdades nacionales y regionales a
escala mundial.
¿Qué postula la corriente neoliberal en boga de cara a las
desigualdades que causa la sobreexplotación y la propia naturaleza del sistema
capitalista? El desmantelamiento progresivo del Estado del Bienestar y el
aumento de la jornada laboral.
Sin embargo en una visión cooperativa y no competitiva, bajo
los principios del desarrollo sostenible, solidario e inteligente, la solución
es inexorablemente repartir el trabajo, llevando a cabo una disminución de las
horas trabajadas.
Y a ello sumarle otras ideas que no son siquiera nuevas o
innovadoras: qué tiempos aquellos de hace ya 30 años, cuando algunos
propugnaban el reparto de la riqueza y el trabajo en un contexto de crecimiento
socialmente sostenible proponiendo un nuevo concepto de fiscalidad como el del
Libro Blanco de Delors que planteaba superar el concepto de fiscalidad del
trabajo introduciendo medidas compensatorias como la fiscalidad del medio
ambiente, la imposición del consumo socialmente perjudicial y los impuestos a
las rentas del capital financiero.
Qué risa le debe causar todo esto a los que primero
propiciaron la crisis y ahora se benefician de ella.
(fotografías Wikipedia)
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