Empecemos con una declaración del Worldwatch Institute y unos
datos:
“Los ecosistemas y recursos globales no son suficientes para mantener las actuales economías industriales de Occidente e incorporar a más de 2.000 millones de personas a la clase media mundial”.
Datos ONU: 1.200 millones de personas no tienen acceso a
agua de calidad y 2.600 no lo tienen a sistemas de saneamiento. 2 millones de
niños mueren anualmente por esta razón. Una de cada cinco personas en el mundo (1.500 millones) no tiene acceso a la
electricidad (curiosamente coincide con el mismo número de personas bajo el
umbral de la pobreza –menos de 1,25 US $ al día-). Tres mil millones de
personas usan leña, carbón o basura para calentarse y cocinar. La esperanza de
vida en Sierra Leona es 42 años, en España, 78. Mil millones de personas pasan
hambre. La brecha entre los más ricos y los más pobres crece anualmente, y lo
hace de modo exponencial en los últimos diez años: la fortuna de 300
billonarios en el mundo suma tanto como la “riqueza” conjunta de 2.500 millones
de personas. La tasa de riesgo de pobreza en España es del 21,6 (INE 2013).
El mundo ya no sólo se divide en un norte (Occidente)
abundante en bienestar y un sur (el resto) sometido a la supervivencia. Hay un
sur ahora en cada norte, de modo que el tema de los “afortunados, favorecidos”,
es algo con repercusión integral.
Éstos, los satisfechos, se caracterizan por creer en lo más
profundo de su ideología que lo suyo es suyo porque les corresponde, porque se
lo han trabajado; ellos están recibiendo lo que se merecen en “justicia”. Viven
por tanto (empiezo a citar entrecomillado a J. K. Galbraith) en “la comodidad
de las creencias convenientes”. Convenientes evidentemente para ellos y sus
privilegios, ellos que ni siquiera “contemplan su propio bienestar a largo
plazo. No son sensibles a él. Reaccionan más bien a la comodidad y la
satisfacción inmediatas. Y no sólo en el mundo capitalista”.
Señala Galbraith como característica de los satisfechos su
“tolerancia respecto a las grandes diferencias de ingresos”. Yo iría más allá,
no se trata de “tolerancia” sino de promoción. Ellos sólo disfrutan de sus
bienes cuanto más exclusivos e inaccesibles sean para el resto de la población,
desde las cuestiones mínimas de supervivencia hasta el lujo más sofisticado.
Así no dudan en acudir sin sonrojo a sofismas del tipo “para ayudar a la clase
media y a los pobres se deben reducir los impuestos a los ricos” (George Gilder).
Nada nuevo bajo el cielo. Ya en la crisis de los 90 “con la
recesión, los estados y ayuntamientos se enfrentaron a la disyuntiva de elevar
sus impuestos o reducir los servicios, que se dirigían en general a los menos
favorecidos y a los pobres”. Está clara la opción elegida entonces, ahora y siempre.
No hay más que volver sobre la declaración de más arriba: como no hay para
todos al nivel de vida de unos pocos basado en el derroche, se opta por
recortar a los más para garantizar el estilo del exceso de los menos, en vez de
buscar mayor eficiencia y mejor redistribución de la riqueza.
Sigamos con Galbraith: “En otros tiempos… cuando la
inflación amenazaba, el gasto público debía ser recortado, y los impuestos
incrementados a fin de reducir el poder adquisitivo y aliviar la presión
alcista sobre mercados y precios”… “Hoy, en la era de la satisfacción, la
macroeconomía ha pasado a centrase no en la política fiscal sino en la
monetaria, o sea, en las acciones mediadoras de los bancos centrales dedicadas (casi
en exclusiva) a las tasas de los tipos de interés; medidas que en cualquier
caso, no significarán ninguna amenaza para los afortunados. Los que tienen
dinero para prestar, la acaudalada clase rentista, se beneficia (incluso) con
ello”.
Lo importante aquí, al margen de las cuestiones contingentes
(inflación...), es el esquema general en el que la preponderancia del sistema de
gobierno de la política económica mediante el mecanismo de bancos centrales se
acomoda perfectamente a los intereses de los satisfechos. Se trata de un
sistema impuesto por sus propios beneficiarios.
Según Galbraith, las tres exigencias básicas para servir a
la cultura de la satisfacción son: minimizar al máximo el intervencionismo
público; encontrar justificación social para la posesión y persecución
ilimitadas y desinhibidas de riqueza; y justificar un sentimiento menor de
responsabilidad pública hacia los pobres haciendo que se los considere a ellos
mismo artífices de su propio destino. Ya lo dijo Charles A. Murray: “los pobres
están anclados en la pobreza debido a las medidas públicas y sobre todo por las
transferencias de la Seguridad Social y las prestaciones sociales destinadas a
rescatarlos de su situación. La ayuda se convierte en sustituto del esfuerzo y
de la iniciativa personal…”.
Estas tres exigencias se basan a nivel ideológico
“también” en concepciones deístas. Esto es, en la fe. Fe del mismo tipo de la
que se debe tener en Dios, fe en que el sistema del laisser faire lo resuelve
todo en la dirección apropiada; fe en que dios favorece a los suyos.
Vayamos más allá en un ejemplo concreto. ¿Quiénes se están
beneficiando hoy de la burbuja inmobiliaria? Los mismos que la provocaron y que
consiguieron increíbles fortunas con la especulación. Ahora, con la liquidez de
dinero que ellos sí tienen se permiten comprar bienes raíces con sus ahorros
contantes y sonantes a precios desplomados mientras el resto no puede por tener
vetado el acceso al crédito.
“El único plan eficaz
para reducir la desigualdad de rentas inherente al capitalismo es el impuesto
progresivo sobre la renta”, dice Galbraith. Maticemos: siempre que ese impuesto
sea el indicador real de la riqueza personal y ésta no se encuentre enmascarada
y oculta en entramados de sociedades, ingenierías financieras y paraíso
fiscales. Continúa Galbraith: “Nada ha contribuido con más fuerza a la
desigualdad de las rentas en la era de la satisfacción que la reducción de impuestos
a los ricos; nada contribuiría tanto a la tranquilidad social como unos gritos
de angustia de los muy ricos”.
Pero los únicos gritos de angustia que hoy se oyen realmente
son los de los desheredados. Se pueden escuchar en cualquier parte, pero
demasiados se tapan los oídos para no enterarse.
Por su parte, los verdaderos gritos de los ricos son de
júbilo por ver multiplicados sus beneficios con los recortes. Gritos de casta y
de satisfacción que sólo escuchan entre ellos mismos porque se dan en el hoyo
18 cuando echan a rodar la bolita de sus privilegios y hacen eagle, dos bajo
par.
© Fotografías, Jaime Alejandre, excepto fotografía golf en primiciadiario.com,
retratos de Charles A. Murray en shameproject.com y de Goeorge Gilder en
wikipedia.
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