Por un lado el desprecio de nosotros mismos. Somos expertos
en vilipendiarnos o, como poco, en pensar siempre que lo de fuera es mejor que
nada nuestro. El desconocimiento, por ejemplo, de las gestas de nuestros
exploradores en América, África o Asia es paradigmática. Sobre ello volveremos
en otro “Maine”.
Pero otra de las características generales de “españolidad”
es la de que si algo une unánimemente a los españoles, eso es el
anticatalanismo. (Tanto es así que si un partido como el PSOE quiere empeñarse
concienzudamente en perder sin ningún género de duda unas próximas elecciones
generales en España no tiene más que elegir un candidato catalán. Si los
errores durante el segundo Gobierno de ZP provocaron la unión de los centristas
en la desafección y el voto contra el socialismo –más que a favor del PP-, un
candidato catalán tendrá la virtud de alejar de las urnas hasta a los más
socialistas de Andalucía o Extremadura, a los que une secularmente un
anticatalanismo endémico y enfermizo).
Anticatalanismo que tal vez se explica (que no justifica) en
cuestiones históricas. Algunas que van desde lo más cercano: Cataluña se
adelantó a Madrid en proclamar la II República; a lo más antiguo, antes de que
existiera el propio concepto de “España”: Luis el Piadoso conquistó Barcelona
en 801, estableciendo en el Condado de Barcelona la capital de la Marca
Hispánica, tiempo en el cual Zaragoza era ciudad del emirato omeya de Córdoba (curioso
que en la “Marca” surgiera un condado, cuando condado procede de conde, que
significa “el que va con uno”, mientras que marqués, del provenzal, era algo
así como el adelantado de la frontera o “marca”). Así a los catalanes los
llamaban los árabes “francos” y de ese modo los denomina el Cantar del Cid en
1140. El caso es que fue en 809, con el alzamiento de Wilfredo el Velloso
contra Francia cuando empieza la carrera histórica de Cataluña como unidad
independiente.
El Condado de Barcelona será independiente de la monarquía
franca con Berenguer Ramón I (1018-1035). Por su parte Aragón se constituyó en
reino con Ramiro I (1035-1063) y ambos reinos se unen bajo Ramón Berenguer IV (1131-1162).
O sea, es el natural movimiento norte-sur de la Reconquista
el que lleva a Cataluña a ser la fuerza impulsora de la federación con Aragón y
no al revés. Ya cita Salvador de Madariaga: “Ramiro II de Aragón casó a su hija
a la tierna edad de dos años con el conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV. La
Corona de Aragón pasó entonces a manos del conde catalán, que tomó el título de
Príncipe y Dominador de Aragón. Mas a su
muerte (1162), Ramón V, su hijo, se coronó como el primer rey de Aragón Conde
de Barcelona, con el nombre de Alfonso II, I de Cataluña (1162-96). Ese es el
momento en que Cataluña (vocablo que aparece en el siglo XII) se convierte en
Aragón. Por supuesto el criterio de “jerarquía” de rey aragonés versus conde catalán
no tiene valor alguno: “en aquel tiempo no se distinguía claramente entre la nación
que un rey o conde regentaba y el patrimonio privado que poseía”…
En todo caso, tonterías, porque si vamos suficiente para
atrás en la historia, todos somos súbditos de Lucy, una australopitecus
habitante de Etiopía hace más de 3 millones de años. y al fin y al cabo, entre
las miles de frases ingeniosas que se atribuyen (con justicia o sin ella) a
Oscar Wilde está la de que la “Historia es la relación detallada de hechos que
no sucedieron nunca”.
Mayor importancia que el qué fue antes, si el huevo catalán
(que lo fue) o la gallina maña, sería la historia de agravios objetivamente
sufridos por Cataluña y que empiezan, por ejemplo, cuando la Castilla ya
unificada en “España” no permitió a los catalanes el comercio con las Indias
recién descubiertas por Colón (según cláusula del testamento de Isabel la Católica
que reservaba a sus propios súbditos la explotación del Nuevo Mundo, citada por
Claudio Sánchez Albornoz en su “España, un enigma histórico”).
A ello sigue el Conde Duque Olivares con Felipe IV que provoca
la rebelión de 1640 al preparar secretamente abolir la autonomía catalana. También
con Felipe V, tras el Tratado de Utrecht, se eliminan instituciones, fuero y
lengua de Cataluña. Todo ello rematado entre 1822 y 1845 con la desaparición de
su código penal y el de comercio, sus tribunales, su moneda, su administración
regional y el uso de su idioma en las escuelas de Cataluña, esa de la que
Madariaga reconocía ser “un espíritu nacional definido, una cultura, una
civilización con características propias que se reconocen a primera vista”. Aunque
a continuación añade el historiador que “es una de las naciones españolas
profundamente unida por la naturaleza y por la historia, como lo está por la
geografía y la economía, con las demás naciones de la Península”. Algo muy
cierto, pero siempre que haya un respeto y un reconocimiento a aquella verdad
primera, la de la particular identidad nacional de Cataluña.
El tema de las relaciones económicas entre Cataluña y el resto
de España tampoco es cosa nueva. Aunque durante el siglo XIX primó la realidad
de la preponderancia de la solidaridad de Cataluña con Castilla, ambas regiones
combatían los hechos con otras realidades no exentas de razón como que el
agricultor castellano se quejara de que no podía producir grano barato por
tener que comprar paño catalán muy caro; y que los industriales catalanes
reivindicaran que se les permitiera importar alimentos extranjeros en vez de
ser obligados a comprar trigo y carne castellanos peninsulares, más caros… Ya
lo dicen los franceses (sigo citando a Madariaga): “cuando todo el mundo tiene
la razón, todo el mundo está en el error”.
Así, necios, claro, los hay en ambos extremos. Recuérdese al
doctor Robert, alcalde de Barcelona, que “alcanzó a vislumbrar una diferencia
de dimensiones craneanas entre el catalán y el mero español, a favor, por
supuesto, del catalán”…
Pero tan necios, por envidia tal vez, son aquellos que, como
decía más arriba, se sienten más unidos por el anticatalanismo que por otra
cosa y critican a los catalanes cosas que en otros ni toman en consideración. Y
mienten con radical interés. He viajado muchas veces por Cataluña y ni una sola
vez he tenido ningún problema de comunicación por la lengua. Siempre enseguida
y generosamente se han expresado en castellano para que les comprendiera.
Cuando la verdadera falta es siempre la del resto de españoles que desconocemos
lenguas que son de nuestra propio país y hablamos las de otras latitudes. Poco
patriotas resultamos cuando damos la espalda a la cultura y la lengua de partes
tan relevantes de nuestra patria como Cataluña.
En todo caso nos encontramos en el borde de un precipicio
vertiginoso en el que creo que nuestros gobernantes deben ser prudentes en las
cosas que anuncian. Véase el ejemplo de Crimea. Todos aquellos que invocaron
las penas del infierno contra la “posibilidad” de la anexión rusa ahora tienen
que hacer cábalas y malabarismos porque esa posibilidad se ha convertido en un
hecho irrefutable que nadie va a cambiar. Ni sanciones ni amenazas (incluida la
de la ampliación de ese contrasentido geopolítico que es la OTAN, barro del que
vienen muchos lodos) harán que la situación vuelva atrás.
Algo que era evidente para muchos antes de que sucediera:
que si Crimea se unía a Rusia nada “grave” –como una escalada bélica- acabaría resultando.
Así que habría sido recomendable un poco más de contención verbal europea y
americana para ahora minimizar el ridículo hecho. Que Rusia invocaría el tema
de la independencia y reconocimiento internacional en 2008 de Kosovo (otra de
barro y lodos) era algo evidente. Y que la fuerza de los hechos convertirá en “legal”
la situación por ilícita que algunos la consideren hoy es algo también
previsible.
Tomemos pues nota de todo esto para el caso catalán. Que la independencia
unilateral de Cataluña de suceder pueda considerarse “ilegal” desde el punto de
vista de la Constitución española y del derecho de autodeterminación de la ONU
como tal, no significa que no pueda ocurrir mediante un acto “constituyente”
decretado por el propio Gobierno catalán. Acto constituyente del que emanaría
una nueva realidad. Pongámonos en que Cataluña declara unilateralmente su
independencia, con las consecuencias prácticas que sean como la de su inicial
pertenencia o no a la UE. ¿Qué pasaría después? Pues que en cualquier momento
surgirían países que reconocerían su estatus, por todo lo espurios que se
quieran que sean los motivos de quienes reconocieran el nuevo Estado Catalán. Pero
lo harán. Y entonces ¿qué haría el gobierno de España? ¿Mandar al Ejército? Más
bien creo que habría crujir de dientes, arrancarse de cabellos, darse golpes en
el pecho y finalmente… aceptación del hecho como en Ucrania. Y dentro de 370
años, nadie recordaría cómo se independizó Cataluña de España. O Escocia del
Reino Unido.
Claro que para otra solución tal vez haya ocasión todavía.
Digamos que algo así como retomar el espíritu de las Bases de Manresa (1892)
que tendían a “conquistar para todo un pueblo la libertad de evolución de su
propia ley vital” (Salvador de Madariaga). Esto es, alcanzar el máximo de autonomía
imaginable en un sistema plenamente federal, aceptando que haya diferencias
profundas y esenciales entre los ciudadanos de una u otra región/autonomía
española. Tomemos el ejemplo de Norteamérica, paradigma a la vez de estado unitario y federal, donde
conviven bases comunes e igualitarias con los más extremos hechos
diferenciales. Qué minucia resulta pensar en que en Extremadura o Canarias
alguien tenga derecho a una desgravación fiscal mayor o menor cuando entre dos Estados
de EEUU colindantes se da la mayor diferencia respecto del más sagrado derecho
humano, el derecho a la vida. Cometer un delito a un lado u otro de una
frontera, esto es, a un metro más acá o más allá, en Norteamérica, te puede
llevar a una prisión o por el contrario
a una inyección letal. Eso sí que son hechos diferenciales y no café para
todos.
En fin, recordemos, Cataluña ya fue independiente hace no tantos
años, cuando el 14 de abril de 1931 el coronel Maciá proclamó “L’Estat Catalá, sota el régim d’una
Republica catalana, que lliuremente i amb tota cordialitat anhela i demanda als
altres pobles germans d’Espanya llur collaboració en la creació d’una
confederació de pobles ibérics…”. En aquel momento la “divergencia entre
Madrid y Barcelona sobre el verdadero carácter del Estado que se había
proclamado en Cataluña se produjo en una atmósfera de cordialidad y el
conflicto se resolvió por negociación amistosa donde el Estat Catalá se transformó
en la Generalitat con un procedimiento de relaciones constitucionales ‘equitativo’
para ambas partes”.
No tengo duda de que ese procedimiento hoy se llama Estado
de las Autonomías, pero tal vez el concepto de ‘equitativo’ sea en el que haya
que ahondar. Equitativo entre España y Cataluña lo que no quiere decir que deban
ser idénticas las relaciones entre, pongamos, La Rioja y España y entre
Cataluña y España. La alternativa, ya se sabe…
Todo puede suceder, eso es algo que nos enseña la historia.
Particularmente, mi principal rechazo a la independencia de Cataluña no tiene
que ver con el hecho identitario, sino con que se me ocurre que en una Cataluña
independiente, el gobierno caería per secula seculorum en manos de su derecha
más rancia y catolicona, sin contar entonces con el mínimo contrapeso que de
vez en cuando puede ejercer la izquierda desde el Gobierno central. Pero eso,
el Gobierno que rija la vida catalana, es algo que tocará decidir en las urnas a
los propios catalanes en el caso de su independencia, del mismo modo que ahora lo
hacen en su autonomía.
Así que no queda otra cosa que esperar de nuestra clase
política, tanto española como catalana, un mínimo de imaginación, creatividad,
generosidad, conocimiento de nuestra propia historia y sentido común. ¡Casi ná!
Que Zeus nos pille confesados.
© Imágenes periodistadigital.com, president.cat, euskomedia.org,
ateneodecordoba.com
Quita lo de my site del comentario french...
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