Encuentro cada día más avanzado en mí algo que lo mismo es
un irreversible proceso de necrosis mental. Una de dos, o me estoy convirtiendo
en un reaccionario de las costumbres que ha regresado en la máquina del tiempo
de las ideas al mundo de mi padre y allí se encuentra acogido a gustito, o he
dejado de comprender a mi contemporánea sociedad porque esta se ha ido tan
hacia el futuro y a tanta velocidad que yo no he sido capaz de seguirla,
quedándome rezagado, fuera de la realidad.
Para muestra un botón. Este libro para niños que es todo un
“best seller” occidental. Cuelgo fotografías de algunas de sus páginas. Me da
que son auto explicativas. He seleccionado solo unas cuantas (de las 130 o así
que tiene) pero son todas a cual más espeluznante. Pero, ecuánime, he copiado
también las únicas dos que no promueven el gran mensaje del texto, de que “Crear
es destruir”. Una, bendita sea, es la página de los buenos pensamientos. Menos
mal. La otra es una para la lista de la compra. Está claro que lo único
adicional que se le ocurre al autor que no sea romper algo es consumir. Vivan
los centros comerciales.
El caso es que, a la luz (a la sombra) de este ejemplo, ¿no
se explicarán muchas conductas de demasiados niños de hoy? ¿Son estos los
valores que queremos que descubran nuestros hijos? ¿La destrucción es creadora?
Destruir no es crear. Ni viceversa. Cierto que transformando
algo, una piedra, una palabra, se puede generar otra realidad nueva, creada.
Una escultura, un poema. Pero la destrucción por sí misma no conduce más que al
desprecio del patrimonio común, a reforzar ese sentido de ser amos de la
naturaleza y permitirnos maltratarla porque es nuestra y nada más.
Pero fijémonos que hasta Cioran, paradigma de una filosofía
de la autodestrucción, en su afán intelectual por demoler el mundo de los apriorismos
y prejuicios que él había heredado, cuando escribió sus desesperados “Del
inconveniente de haber nacido” o “Breviario de podredumbre” no dejó de hacerlo
a través de un nihilismo constructivo que generaba otra verdad, no simplemente
la aniquilación inane de la anterior visión del mundo.
Y lo que es más, detrás del papanatismo del que es prototipo
ese “Destroza este diario”, ¿no subyace una explicación al interrogante de
tantos que no aciertan a comprender los trastornos crecientes del
comportamiento de algunos niños? La falta de respeto por todo y todos; la
desobediencia como valor supremo sin nada que lo sustente… Y luego algunos de
esos niños acaban atiborrados a pastillas. Calmantes seguidos de antidepresivos
en un ciclo inducido de subidas y bajadas de sus estados de ánimo. Farmacología
al servicio del atajar el síntoma sin recapacitar en el origen del foco
infeccioso.
¿Qué aporta la pose impostada de libros como el que critico
en mi incomprensión de hombre “demodé”? Nada en absoluto, apenas la estulticia
universal, sabiamente aliada con técnicas comerciales de la más baja estofa
capitalista.
Así, grandes libros para niños viven en la sombra de las
estanterías esperando sin fortuna las manos infantiles que los descubran. Y sin
embargo, malsanos textos como el de “Destroza este diario” forran a su autor y
su editor, aliados con la mediocridad y la obsesión occidental contemporánea
por el esperpento.
Parece que el hecho sea que vivimos unos tiempos de
aburridos, de extenuados que se creen haberlo hecho y vivido todo y que buscan
en lo grotesco y lo extravagante lo único que puede sacarlos del abotargamiento
de sus excesos. Tanto mamarracho dándoselas de artista. Tanto espantajo espectador
creyéndose posmoderno por alabar estos adefesios.
Exagerado seré, no lo dudo, pero estas modas son síntomas para
mí de un modo de vivir en el mundo sin valorar lo que se tiene, despreciando
los bienes propios y comunes. Una cultura de los satisfechos, que dijo
Galbraith, de acólitos del derroche basada en que todo se puede sustituir por algo
nuevo porque vivimos (los nordacas) en la sobreabundancia.
Y más preocupante me parece todo esto porque no es nada
nuevo. Ya hace diecisiete años publiqué unas reflexiones relacionadas con este
especie de síndrome de la posmodernidad que, creo, vienen a cuento otra vez
aquí:
“He caído en el desaliento una vez más, en la desconfianza
en la especie humana, porque vuelvo a comprobar el enfermizo gusto por lo
monstruoso, lo deforme, lo ‘freak’,
las excentricidades sin valor. Esos que adoran ver pequeños, diminutos fetos
atestando botes de farmacia en su formol en una exposición “de arte”. Esa gente
a la que le hacen gracia las cenizas que quedan de un millón de hombres
incinerados en un campo de concentración.
Esa gente no es gente, porque
pagarían lo que fuera por una película en la que mataran de verdad a otra
gente, que sí es gente. O se quedan de madrugada viendo videos de catástrofes
reales. Entusiastas de lo sórdido y lo abyecto, se ríen por lo bajo y
cuchichean mofándose de los demás. Pero se callan irremediablemente a la hora
de decir en público lo que ellos piensan, porque nada piensan. Ellos nunca
irían a perder su tiempo a una manifestación contra la pena de muerte o a solidarizarse
con los despedidos de una multinacional. Aunque pasarían horas bajo lluvia y
sol por conseguir una entrada para ver a la mujer barbuda del circo. Son los
que imitan al cojo por la calle, los que se desternillan desmesuradamente
cuando a Charlot le pegan bofetadas y todo le sale mal.
Porque así se sienten a salvo de
su propia mediocridad, la de gozar con el horror y creerse inmunes y
superiores. Y engrosan el patrimonio de su vil e ignominiosa existencia con
esos espectáculos, como si su afán de quince minutos de gloria se satisficiera
identificándose con el más imbécil interno del “Gran Hermano”.
Uno, a la luz de esto optaría por
la pronta desaparición, pero gracias a Dios existen otros que me redimen de mi
propio cansancio, mi escepticismo, mi desánimo. Son aquello luchadores contra
el absurdo que se empeñan en la belleza a veces inútil de sus gestos/gestas sin
recompensa, son los que te citarían a A. Szerb que, antes de morir en un campo
nazi, dijo: ‘sólo importa el momento,
porque un momento verdaderamente hermoso no termina nunca’.
Así ha de seguir este mundo
nuestro en el que sólo tenemos que elegir estar con unos en el gusto envilecedor
por la abyección fomentando estulticia, alienación, cretinización y
embrutecimiento a manos llenas (más bien vacías), o con otros dejando pétalos
de nuestra propia vida para que el mundo sea un lugar donde el amanecer no sea
sólo una metáfora”.
Pero hoy, cuando veo que han
trascurrido tantos años y vamos a peor con libros de éxito para niños como el
que he traído aquí, pienso que todo está perdido y que así nos va, me temo. Y
me embosco. Lejos.
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