“¡Ah, me cago en Dios,
me cago en Dios!”, dijo Curval… Y va y lo repite más de diez veces en la
obra… ¡Insolente desfachatez! Algo que es a todas luces ¡intolerable!
Aplíquese, entonces, por lo más sagrado, y ya, y retroactivamente,
a Donatien Alphonse François de Sade, todo el peso de la hispana ley
contemporánea y que arree en compañía de titiriteros, actores y otras pestes.
En fin, confiemos en que la sacrosanta Asociación de Abogados
Cristianos y algún juez con un mínimo de cordura y decencia acaben con este
desaguisado y se prohíba de una vez que se puedan leer impunemente tan
perjudiciales palabras como que “la
devoción es una auténtica enfermedad del alma” o esto, tan repugnante:
“Sé perfectamente que
entre vosotras todavía quedan unas cuantas imbéciles que no son capaces de
abjurar de la idea de este infame Dios y de aborrecer la religión... Que estas
estúpidas criaturas se persuadan, que se convenzan de que la existencia de Dios
es una locura que no cuenta hoy en la
Tierra con 20 secuaces, y que la religión que él invoca no es más que una
fábula ridículamente inventada por unos bribones cuyo interés en engañarnos
resulta ahora más evidente que nunca. En una palabra, decidlo vosotras mismas:
si hubiera un dios, y este dios tuviera poder, ¿permitiría que la virtud que le
honra y de la que vosotros hacéis profesión fuera sacrificada como lo será el
vicio y el libertinaje? ¿Permitiría, este dios omnipotente, que una débil
criatura como yo, que no significa respecto a él más de lo que una pústula de
sarna a los ojos de un elefante, permitiría, digo, que esta débil criatura le
insultara, le escarneciera, le desafiara, le afrontara y le ofendiera, como yo
hago a mi antojo a cada instante del día?”.
Pues igual sí.
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