Hay una suerte (mala pero justa) de vergüenza colectiva que viene provocada por la responsabilidad de las sociedades como organismos vivos comunitarios.
Durante mucho tiempo se combatió esta interpretación. No
niego su implacabilidad brutal, pero es la que corresponde. La maldad impera no
solo por la actividad precisa de unos, sino por el desentendimiento de las inmensas
mayorías.
Por eso, por ejemplo, Alemania como comunidad todavía debe
purgar su responsabilidad por el nazismo. No quiere decir ello que una culpa
como esa se extienda a lo largo de toda la historia futura de la Humanidad.
Pero no es algo que se pueda llevar a los territorios del perdón y del olvido
al menos mientras las generaciones que vivieron aquellos terribles años sigan
siendo testigos del presente.
Así que también hoy hay que señalar otra responsabilidad y
vergüenza colectivas proyectadas hacia un largo futuro. Las que recaen sin ningún
género de duda sobre los Estados Unidos de Norteamérica.
Lo comento hoy, porque justo un día como éste se conmemora
el 52 aniversario del asesinato de Robert Kennedy, ejecutado (sic), nada más proclamarse,
literalmente, su victoria en las primarias demócratas como candidato a
Presidente de EEUU.
No puede por tanto dejar de recordarse aquel año 1968,
crucial en el siglo XX. Normalmente en Europa lo recordamos con un punto de
optimismo por el Mayo del 68 parisiense. Pero la verdadera relevancia de tal
año se produjo al otro lado del Atlántico y delimita el principio del fin de la
democracia y el Estado del Bienestar como lo soñábamos.
Puestos a destacar la mancha colectiva estadounidense más vergonzosa,
más incomprensible e inexplicable, esa es sin duda el segregacionismo. Que en
plena posmodernidad se separara a hombres por el color de su piel en los
autobuses, en los colegios, en los cines;
que se los insultara y amedrentara por las calles simplemente por beber de una
fuente, es algo que produce un malestar físico insoportable, y un rechazo intelectual
y moral que me hace pensar que los segregacionistas eran y son seres no dotados
de características humanas sino animales.
Aquel 1968 fue el año en el que Martin Luther King Jr. fue
asesinado. Siguiendo la espantosa estela de Malcolm X, tiroteado tres años
antes; o Medgar Evers en el 63, poco meses antes del fusilamiento de JFK. (JFK,
aquel baldío presidente que, pese a su injusta muerte, frustró antes todas
nuestras expectativas, igual que años después haría, tristemente, Obama).
Aquel 1968 fue el año de una brutalidad policial sobrecogedora.
Lo supimos por fin ya que por primera vez se pudo conocer al ser televisada en Chicago,
Detrioit, Watts, y tantos otros lugares. Barbarie que medio siglo después no
ceja. No, porque creo que el devenir de la humanidad hacia más elevadas cotas
de progreso quedó paralizado en aquel crucial 1968 y no acaba de arrancar de
nuevo.
1968, el año de la “Campaña por los pobres”, en tiempos en
los que millones de estadounidenses dependían de comedores sociales para no sucumbir
al hambre; cuando la amargamente famosa y fallida “Ciudad Resurrección”, un
campamento de tiendas, se instaló en Washington y cuyas imágenes hoy recuerdan
a los campos de refugiados de Sudán, más que a la capital del imperio
universal.
El año en el que se arrojaban más bombas en Vietnam que en
toda la II Guerra Mundial; el año en el que trabajadores afroamericanos se
manifestaban llevando pancartas en las que se leía la obviedad no tan obvia
para los fanáticos de aquella impostada Tierra de la Libertad, pancartas que
decían: “I am a man” (soy un hombre); el año en que escuchamos elevarse en
lucha las voces contra “el trabajo a tiempo completo con salarios a tiempo
parcial”… Qué poco ha cambiado, digo, desde que en aquel 1968 todo se detuviera
y empezara a retroceder con una especie de inercia reaccionaria que aún nos arrebata.
El año en que Nguyễn Ngọc Loan, el tristemente famoso general
survietnamita, asesinó de un disparo en la cabeza en medio de una calle de
Saigón a un prisionero esposado, brutal ejecución recogida con espanto por un
cámara de la NBC.
El año en que Nixon, en su contienda por ganar las
elecciones presidenciales (que finalmente conquistó por un puñado de votos
sobre Hubert Humphrey), “autorizó” a Anna Chennault para entablar
conversaciones secretas con Vietnam del Sur prometiéndoles recibir mayor ayuda
y mejor trato bajo Nixon que lo sucedido con Lyndon B. Johnson, el entonces presidente
de EEUU, que acababa de suspender los bombardeos sobre el Vietcong. Se ejecutó
así un emético sabotaje de las conversaciones de paz de Vietnam en París. Ese
penoso y facineroso tipo que fue Richard Nixon prefirió alargar la guerra, la
muerte y la destrucción, incluso de sus propios compatriotas, para aprovecharse
de ello en su campaña. En efecto, la suspensión de las negociaciones se
interpretan justo como el último golpe de desgracia por el que Nixon ganó la
presidencia. Las conversaciones de “paz” se reanudaron, curiosamente, justo cuatro
días después de su toma de posesión como presidente…
1968… La ignominia perseguirá a la nación que pretendió ser líder
del mundo en el último tercio del siglo XX. La inmundicia moral de hechos como
estos lo atestigua.
La responsabilidad moral colectiva de los norteamericanos podrá
algún día ser redimida. Pero pedir perdón es la primera condición. Después, el
paso del tiempo y, como decía, la desaparición de los testigos presenciales
permitirá pasar página.
Ello ocurrirá, como siempre en el pasado de la Historia.
Pero sepan allá: me temo que para EEUU llegará cuando ya habrán dejado de ser la
primera potencia mundial, desvencijado su efímero imperio.
En pocos años habremos desaparecido los testigos de sus
muchas infamias. También su poder universal estará ya más que extinto. Entonces
podrá ser olvidado doblemente por sus vergonzosos ejemplos: alcanzada ya la
redención porque ese cercano día EEUU contará para muy poco en el devenir
imparable de la Historia, desbancado por otro imperio mundial que, con bastante
seguridad, usará palillos, no cubiertos.
(Fotografías:
www.dcfpi.org / www.muyhistoria.es)
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